Ramírez silbó.
“¿Cómo sabes dónde encontrarlo?”.
“Todo el mundo sabe dónde encontrarlo. Es dueño de una pequeña cafetería en la calle Chelsea, justo al lado de la autopista y el parque”.
“¿Crees que es nuestro hombre?”.
“Desoto está muy familiarizado con el arte de matar”. Avery se encogió de hombros. “No estoy segura si esta escena del crimen encaja con su modus operandi, pero podría saber algo. Es una leyenda en todo Boston. Sé que ha trabajado para los negros, irlandeses, italianos, hispanos, con todo el mundo. Cuando yo era una novata lo llamaban el ‘Asesino fantasma’. Durante años, nadie creía que existía. La Unidad de Pandillas lo había vinculado con trabajos hasta la ciudad de Nueva York. Nadie pudo probar nada. Lleva muchos años siendo el dueño de esa cafetería”.
“¿Lo conociste alguna vez?”.
“No”.
“¿Sabes cómo es?”.
“Sí”, dijo. “Vi una foto de él una vez. Tiene la piel clara y es muy, muy grande. Creo que sus dientes estaban afilados también”.
Se volvió hacia ella y sonrió, pero debajo de esa sonrisa veía el mismo pánico y descarga de adrenalina que ella misma estaba empezando a sentir. Se estaban dirigiendo a la boca del lobo.
“Esto debe ser interesante”, dijo.
CAPÍTULO SEIS
La cafetería de la esquina estaba en el norte del paso subterráneo a la autopista East Boston. Era un edificio de ladrillo de un piso con un letrero que decía: “Cafetería”. Las ventanas estaban tapadas.
Avery se estacionó cerca de la entrada de la puerta y se bajó.
El cielo se había oscurecido. Hacia el suroeste, pudo ver el horizonte de la puesta de sol de color naranja, rojo y amarillo. Una tienda de comestibles estaba en la esquina opuesta. Casas residenciales llenaban el resto de la calle. La zona era tranquila y modesta.
“Hagámoslo”, dijo Ramírez.
Después de un largo día simplemente estando sentado en una reunión, Ramírez se veía animado y listo para la acción. Su entusiasmo preocupaba a Avery. “A las pandillas no les agrada que policías nerviosos invadan su territorio”, pensó. “Especialmente aquellos sin órdenes judiciales que solo están molestándolos por chismes que oyeron”.
“Cálmate”, le dijo. “Yo haré las preguntas. Nada de movimientos repentinos. Nada de malas disposiciones. Estamos aquí solo para hacer preguntas y ver si pueden ayudar”.
“Está bien”. Ramírez frunció el ceño, y su lenguaje corporal decía lo contrario.
Oyeron el tintineo de una campana cuando entraron en la cafetería.
El pequeño espacio tenía cuatro mesas cerradas rojas y acolchadas y un solo mostrador donde la gente podía pedir café y otros productos para el desayuno durante todo el día. El menú apenas tenía quince elementos y había pocos clientes.
Dos hombres latinos mayores y delgados con pinta de vagabundos bebían café en una de las mesas cerradas a la izquierda. Un caballero más joven con anteojos de sol y un sombrero de fieltro negro estaba encorvado en una de las mesas cerradas con la espalda a la puerta. Llevaba una camiseta sin mangas negra. Era evidente que tenía un arma enfundada en el hombro. Avery miró sus zapatos. “Treinta y nueve”, pensó. “Cuarenta como mucho”.
“Puta”, susurró a lo que vio a Avery.
Los hombres mayores parecían no saber qué estaba pasando.
No se veía ningún chef o empleado detrás del mostrador.
“Hola”. Avery saludó con la mano. “Queremos hablar con Juan Desoto si está aquí”.
El joven se rio.
Dijo algunas cosas en otro idioma.
“Dice: ‘Jódete, puta policía, tú y tu amiguito’”, tradujo Ramírez.
“Qué encantador”, dijo Avery. “Oye, no queremos problemas”, agregó y levantó las dos manos. “Solo queremos hacerle a Desoto unas preguntas acerca de una librería en la calle Sumner que al parecer no le agrada”.
El hombre se puso de pie y señaló la puerta.
“¡Lárgate, policía!”.
Había un montón de formas en las que Avery podía manejar la situación. El hombre llevaba una pistola y ella supuso que estaba cargada y no tenía licencia. También se veía dispuesto a accionar a pesar del hecho de que nada había ocurrido realmente. Eso, combinado con el contador vacío, la llevó a creer que algo podría estar sucediendo en un cuarto trasero. “Drogas, o tienen algún dueño desafortunado allá atrás y le están cayendo a golpes”, pensó.
“Todo lo que queremos es unos minutos con Desoto”, dijo.
“¡Perra!”, espetó el hombre antes de sacar su arma.
Ramírez desenfundó su arma al instante.
Los dos hombres seguían bebiéndose su café en silencio.
Ramírez llamó sobre el cañón de su arma.
“¿Avery?”.
“Todos cálmense”, dijo Avery.
Un hombre apareció en una ventana de la cocina detrás del mostrador principal, un hombre grande por su cuello y sus mejillas redondas. Parecía estar inclinado en la ventana, así que se veía más bajito de lo que realmente era. Su rostro estaba parcialmente oculto en la sombra tenue. Era un hombre latino calvo con piel clara y ojos amigables. Estaba sonriendo. En su boca había una plancha de metal que hacía que sus dientes parecieran diamantes afilados. No se veía nada malicioso y estaba tranquilo. Dada la situación tensa, esto hizo que Avery se preguntara el por qué.
“Desoto”, dijo.
“Nada de armas, nada de armas”, mencionó Desoto desde la ventana cuadrada. “Tito, coloca tu pistola sobre la mesa”, dijo. “Policías. Coloquen sus pistolas sobre la mesa. Aquí no usamos armas”.
“De ninguna manera”, dijo Ramírez y siguió apuntando al hombre con su pistola.
Avery podía sentir la pequeña cuchilla que mantenía atada a su tobillo, por si acaso se metía en problemas. Además, todo el mundo sabía que estaban aquí. “Vamos a estar bien”, pensó. “Bueno, eso espero”.
“Baja el arma”, dijo.
Como muestra de buena fe, Avery sacó su Glock poco a poco con los dedos y la puso sobre la mesa entre los dos hombres mayores.
“Hazlo”, le dijo a Ramírez. “Ponla sobre la mesa”.
“Mierda”, susurró Ramírez. “Esto no me gusta. No me gusta”. Sin embargo, colocó su arma sobre la mesa. El otro hombre, Tito, también colocó su propia arma en la mesa y sonrió.
“Gracias”, dijo Desoto. “No se preocupen. Nadie quiere sus armas de policías. Estarán a salvo allí. Vengan. Hablemos”.
Él desapareció de la vista.
Tito indicó una pequeña puerta roja, prácticamente imposible de notar dada su ubicación detrás de una de las mesas cerradas.
“Tú primero”, dijo Ramírez.
Tito se inclinó y entró.
Ramírez pasó después y Avery lo siguió.
La puerta roja daba a la cocina. Un pasillo daba a otros lugares. Justo enfrente de ellos había unas escaleras oscuras y empinadas que daban al sótano. En el fondo había otra puerta.
“Tengo un mal presentimiento”, susurró Ramírez.
“Silencio”, susurró Avery.
Estaban jugando póquer en la sala más allá. Cinco hombres latinos, bien vestido y armados con pistolas, se quedaron en silencio cuando se les acercaron. La mesa estaba llena de dinero y joyas. Había sofás por todas las paredes del espacio grande. En numerosas estanterías, Avery vio ametralladoras y machetes. Veía otra puerta. Miró los pies de todos rápidamente y se dio cuenta de que ninguno de ellos tenía zapatos lo suficientemente grandes como los del asesino.
En el sofá, con los brazos extendidos a lo ancho y con una enorme sonrisa en su rostro que mostraba sus dientes afilados, estaba sentado Juan Desoto. Su cuerpo era más el de un toro que el de un hombre, muy en forma por entrenamientos diarios y posiblemente esteroides. A pesar de que estaba sentado, sabía que medía unos dos metros. Sus pies también eran gigantes. “Al menos cuarenta y tres”, pensó Avery.
“Todos relájense”, ordenó Desoto. “Jueguen, jueguen. Tito, sírveles algo de tomar. ¿Qué quieres, oficial Black?”, dijo con énfasis.
“¿Me conoces?”, preguntó Avery.
“No te conozco”, respondió. “Sé de ti. Arrestaste a mi primo Valdez hace dos años, y a varios de mis amigos de los Asesinos del Oeste. Sí, tengo muchos amigos en otras pandillas”, dijo ante la mirada sorprendida de Avery. “No todas las pandillas luchan entre sí como si fueran animales. Me gusta pensar más en grande. Por favor. ¿Qué puedo traerles?”.