María Acosta - Atropos стр 8.

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La mujer les contó lo del sobre recibido algunos días atrás y lo de las flores entregadas esa mañana.

“¿Quién es Massimo Trovaioli?”, preguntó un agente.

“Mi último ex.”

“¿Él podría tener algo en su contra? Cuando se han separado ¿ha sucedido de mala manera?”

“Él está… ¡muerto!” gritó la mujer. “Él es el… muerto… ¡que me persigue!”

La señorita Spaggesi continuaba gritando, parándose siempre sobre la palabra muerto cada vez que la pronunciaba.

“Perdónenos,” dijo el otro agente, “No nos queda todavía claro este punto. Nos debe disculpar. Lo sentimos.”

“No pasa nada” respondió la mujer después de un momento de silencio en el cual intentó tranquilizarse.

“¿Ha visto quién le ha traído estas flores?,” le preguntaron cuando los dos agentes estuvieron seguros que había pasado el peor momento.

“Parecía… el florista… aquel que está calle abajo, en la vía San Vitale, pero no estoy segura. Cuando estoy por ahí fuera camino siempre deprisa y no me fijo mucho en las tiendas.”

“Lo comprobaremos,” le aseguró uno de los patrulleros, volviéndose hacia su compañero con una mirada de complicidad. “Mientras tanto, usted debe permanecer tranquila. ¿Nos lo promete?”

“Lo intentaré,” respondió la mujer. “Lo intentaré.”

“Bien. Nosotros nos pondremos a ello inmediatamente para echar un poco de luz sobre este asunto. Probablemente sea un malentendido.”

“Tengo miedo,” dijo la señorita Spaggesi, “Haced algo, por favor,” les imploró, como si no hubiese escuchado las últimas palabras de los agentes.

“Tranquilícese y beba un vaso de agua fresca.”

El agente más cercano al grifo del agua cogió un vaso que encontró al lado, lo llenó con agua y se lo dio a la mujer.

“Beba a sorbitos y verá como le ayuda a sentirse mejor.”

La mujer bebió siguiendo el consejo y, mientras permanecía sentada, preguntó si no sería un problema, para los dos agentes, si ella no los acompañaba hasta la puerta.

“No hay problema, señora.”

Mariolina Spaggesi quedó sola, sentada e inmóvil, pensando en todo lo que había ocurrido, confortada por las palabras de los dos agentes: ellos se ocuparían del problema, esperaba que lo resolviesen.

Cuando los dos agentes, siguiendo las indicaciones de la señorita Spaggesi, llegaron al negocio de flores, encontraron un aviso en la puerta: VUELVO ENSEGUIDA.

Aquel que parecía ser el dueño llegó con paso rápido, acelerando en los últimos metros al ver a dos agentes de policía esperando.

“¿Me buscabais?” preguntó, “¿Os puedo ayudar, ha sucedido algo?”

“¿Podemos entrar?”, dijo uno de los dos agentes.

“Por favor, por favor, faltaría más.”

El hombre abrió la puerta de cristal e hizo sentar a los dos agentes en el interior.

“Por favor, decidme. ¿Qué ha sucedido? Yo no os he llamado. No me han robado nada.”

“No estamos aquí por esa razón” le interrumpió un agente.

“Explicaos.”

“Una persona dice que ha recibido un ramo de flores de un muerto”, comenzó a contar el agente con más años de carrera en la policía.

“Imposible”, dijo el florista, “Los muertos no mandan flores a nadie.”

“Dice también que se las llevó usted o una persona que trabaja con usted.”

La mirada del hombre se volvió más sombría.

“No entiendo a dónde queréis llegar.”

“Queremos solo comprender qué ha sucedido,” explicó el agente más joven. “Está persona está realmente aterrorizada.”

“¿Cuándo habría sucedido?”

“Hace poco tiempo… un par de horas.”

“Dejadme pensar un momento.”

El florista hizo una pequeña pausa, a continuación volvió a hablar.

“Yo trabajo solo, no tengo ayudantes ni nada parecido aquí. No me los puedo permitir. Hago yo todo: recibo a los clientes, les sirvo y, si es preciso, llevo los pedidos a domicilio.”

“Cuando hemos llegado a aquí, usted no estaba. ¿Estaba con una entrega?”

“Obviamente.”

“Nada es obvio en nuestro trabajo,” dijo un agente, como para dar a entender que no estaban haciendo una visita de cortesía.

“Excusadme”, dijo el hombre, “Claro, sí, me había ausentado diez, quince minutos quizás, para llevar un encargo.”

“De acuerdo. ¿Ahora nos puede decir si ha hecho una entrega hace más o menos dos horas?”

Después de una pausa, el florista respondió: “Creo que sí. Era una señora, quizás una señorita. No le sabría decir con exactitud: no indago sobre la vida privada de mis clientes. De todas formas, era una mujer.”

“¿Recuerda el nombre?”

“No, lo siento.”

“Piénseselo bien. Reflexione un momento. Esta información puede sernos de utilidad.”

“Os lo confirmo. No me acuerdo”, dijo después de un minuto, “Por desgracia veo muchas personas durante el día y a menudo no me acuerdo de los nombres.”

“Da lo mismo,” le aseguró el agente. “¿Se acuerda por lo menos quién le ha encargado el pedido?”

“Un hombre. Sí, era un hombre.”

“¿Sabría decirnos algún otro detalle?”

“Mmm… elegante. Era un hombre elegante.”

“¿Alguna cosa más?”

“Debo pensarlo. Sabed, esta persona llegó ayer por la noche mientras estaba a punto de cerrar el negocio, por lo que ha pasado algo de tiempo.”

“No se preocupe, tendrá todo el tiempo que necesite. Si le viene algo a la memoria no dude en informarnos.”

“Lo haré,” dijo el hombre a modo de despedida. “Ahora, si no os molesta, tengo cosas que hacer”, añadió viendo que entraba una mujer en la tienda.

“Por favor, hágalo, los clientes son lo primero. Excúsenos por la molestia.”

Los dos agentes dejaron la floristería y se marcharon por debajo del pórtico en dirección a las Dos Torres.

“Este hombre no nos dice la verdad,” dijo el agente más viejo, “Creo que nos está ocultando algo.”

“Yo también lo creo,” dijo el otro, “pero no sabría decir el qué.”

13

La primera audiencia en la que participó Davide Pagliarini, por haber embestido al niño en la carretera de circunvalación de Bolonia, fue bastante embarazosa para él. Fueron expuestos los hechos y, a continuación, el culpable fue interrogado delante del juez.

Después de las preguntas del abogado de la acusación particular y de las del defensor, desde el público se escuchó un “¡Avergüénzate!” gritado con tanta fuerza que resultó estridente.

Pagliarini empalideció y quedó paralizado en la silla, sin saber de qué parte mirar; le habría gustado hundirse, desaparecer, y no encontrarse en aquel lugar en ese momento.

Después de un instante, se giró hacia su abogado y, sin mediar palabra, su mirada le dijo ¿qué debo hacer?; el otro, sin abrir la boca, respondió con una mirada interrogativa, ya que ni siquiera él sabía que sería mejor: seguramente no dar importancia a lo ocurrido, considerando la reacción que había tenido lugar, haría que la situación fuese menos problemática, antes que mostrar la vergüenza requerida por la persona que había tenido el valor de dar ese grito en público en el interior del aula de un tribunal.

Finalmente, Pagliarini se levantó de la silla usada para los interrogatorios y fue hacia su abogado andando lentamente, pero sin mostrar signos de hacer entender al anónimo chillón de haber dado en el blanco.

La audiencia finalizó sin una resolución definitiva, a la espera de otra sesión.

El abogado escoltó a su asistido hasta la salida para evitarle episodios desagradables similares al que había ocurrido en la sala, entonces le dijo que se verían de nuevo en breve para decidir cuál línea de defensa seguir en la siguiente audiencia.

El inspector Zamagni y el agente Finocchi fueron juntos a hablar con el empresario que había contratado a Lucia Mistroni.

La muchacha trabajaba en la Piazzi & Co. como empleada de oficina y se ocupaba de la contabilidad.

Cuando hablaron en la recepción, a los dos los hicieron sentar en butacas de piel que estaban enfrente del mostrador y, pocos minutos más tarde, los recibió el titular de la empresa.

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