Evarista. ¿Quién?
Electra (suspirando). Una persona que no está en este mundo.
Evarista. ¡Niña!
Electra. Mi madre… No se asombre usted… Mi madre puede decirme… y luego aconsejarme… ¿No cree usted que las personas que están en el otro mundo pueden venir al nuestro? (Gesto de incredulidad de Evarista.) ¿Usted no lo cree? Yo sí. Lo creo porque lo he visto. Yo he visto a mi madre.
Evarista. ¡Virgen del Carmen,42 cómo está esa pobre cabeza!
Electra. Cuando yo era una chiquilla de este tamaño…
Evarista. ¿En las Ursulinas de Bayona?43
Electra. Sí… mi madre se me aparecía.
Evarista. En sueños, naturalmente.
Electra. No, no: estando yo tan despierta como estoy ahora. (Deja la muñeca sobre una silla.)
Evarista. Electra, mira lo que dices…
Electra. Cuando estaba yo muy triste, muy solita o enferma; cuando alguien me lastimaba dándome a entender mi desairada situación en el mundo, venía mi madre a consolarme. Primero la veía borrosa, desvanecida, confundiéndose con los objetos lejanos, con los próximos. Avanzaba como una claridad… temblando… así… Luego no temblaba, tía… era una forma quieta, quieta, una imagen triste; era mi madre: no podía yo dudarlo. Al principio la veía vestida de gran señora, elegantísima. Llegó un día en que la vi con el traje monjil. Su rostro entre las tocas blancas; su cuerpo, cubierto de las estameñas obscuras, tenían una majestad, una belleza que no puede imaginar quien no la vio…
Evarista. ¡Pobre niña, no delires!…
Electra. Al llegar cerca de mí, alargaba sus brazos como si quisiera cogerme. Me hablaba con una voz muy dulce, lejana, escondida… no sé como explicarlo. Yo le preguntaba cosas, y ella me respondía… (Mayor incredulidad de Evarista.) ¿Pero usted no lo cree?
Evarista. Sigue, hija, sigue.
Electra. En las Ursulinas44 tenía yo una muñeca preciosa a quien llamaba también Lulú; y mire usted que misterio, tía: siempre que andaba yo por la huerta, al caer la tarde, solita, con mi muñeca en brazos, tan melancólica yo como ella, mirando mucho al cielo, era segura, infalible, la visión de mi madre… primero entre los árboles, como figura que formaban los grupitos de hojas; después… dibujándose con claridad y avanzando hacia mí por entre los troncos obscuros…
Evarista. ¿Y ya mayorcita, cuando vivías en Hendaya…45 también…?
Electra. Los primeros años nada más. Jugaba yo entonces con muñecas vivas: los pequeñuelos de mi prima Rosaura, niño y niña, que no se separaban de mí: me adoraban, y yo a ellos. De noche, en la soledad de mi alcoba, los niños dormiditos, aquí ellos… yo aquí.
(Señala el sitio de las dos camas.) Por entre las dos camas pasaba mi madre, y llegándose a mí…
Evarista. ¡Oh! no sigas, por Dios. Me da miedo… Pero esas visiones, hija, se concluyeron cuando fuiste entrando46 en edad…
Electra. Cuando dejé de tener a mi lado muñecas y niños. Por eso quiero yo volverme ahora chiquilla, y me empeño en retroceder a la edad de la inocencia, con la esperanza de que siendo lo que entonces era, vuelva mi madre a mí, y hablemos, y me responda a lo que deseo preguntarle… y me dé consejo…
Evarista. ¿Y qué dudas tienes tú para…
Electra (mirando al suelo). Dudas… cosas que una no sabe y quiere saber…
Evarista. ¡Qué tontería! ¿Y qué asunto tan grave es ese sobre el cual necesitas consulta, consejo…?
Electra. ¡Ah! una cosa… (Vacila: casi está a punto de decirlo.)
Evarista. ¿Qué? dímelo.
Electra. Una cosa… (Con timidez infantil, manoseando la muñeca y sin atreverse a declarar su secreto.) Una cosa…
Evarista (severa y afectuosa). Ea, ya es intolerable tanta puerilidad. (Le quita la muñeca.) ¡Ay! Electra, niña boba y discreta, eres un prodigio de inteligencia y gracia, cuando no el modelo de la necedad; tu alma se la disputan ángeles y demonios. Hay que intervenir, hija; hay que mediar en esa lucha, dando muchos palos a los demonios, sin reparar en que puedan caer sobre ti y causarte algún dolor… (La besa.) Vaya, formalidad. Necesitas ocuparte en algo, distraer tu imaginación… No olvides que a las cinco… Vete arreglando ya…
Electra. Sí, tía.
Evarista. Tiempo de sobra tienes: tres cuartos de hora.
Electra. No faltaré.
Evarista. Y pocas bromas, Electra… ¡Cuidado!… (Vase por el foro; lleva la muñeca cogida de un brazo, colgando.)
ESCENA VI
Electra, Patros.
Electra (mirando a la muñeca). ¡Pobre Lulú, cómo cuelga! (Imitando la postura de la muñeca, y tentándose el hombro dolorido.) ¡Y cómo duele, ay! (Siéntase meditabunda.) ¡Y aquél esperándome…! ¡Qué triste fue la separación! Lloraba echándome los brazos… yo le prometí volver.
Patros (asomándose cautelosa por la izquierda). Señorita, señorita…
Electra. Entra.
Patros (avanzando con precaución). ¿Hay alguien?
Electra. Estamos solas.
Patros. No hay ocasión como ésta, señorita. Ahora o nunca.
Electra. ¿Vienes de allá?
Patros. De allá vengo… Muchos señores que dicen números… millones y cuatrollones…47 Adentro, nadie.
Electra (vacilando). ¿Nos atrevemos?
Patros. Fuera miedo.
Electra. ¡Virgen del Carmen,48 protégeme! (Dirigiéndose a la salida que da al jardín. Detiénese Electra asustada.) Espera. ¿No será mejor que salgamos por el otro lado? ¿Estará mi tía asomada a la ventana del comedor?
Patros. Podría ser. Demos la vuelta por aquí. (Por la izquierda.)
Electra. Por aquí. ¡Animo, valor y miedo! (Salen corriendo por la izquierda.)
ESCENA VII
Don Urbano, José, que entran por el foro a punto que salen las muchachas.
Don Urbano. ¿Quién sale por ahí?
José. Es Patros, señor.
Don Urbano. Con que… Cuéntame.
José. Ya son cinco los que hacen el oso49 a la señorita: cinco, vistos por mí. ¡Sabe Dios los que habrá por bajo cuerda!
Don Urbano. ¿Y qué hacen? ¿Rondan la casa?
José. Dos por la mañana, dos por la tarde, y el más chiquitín de sol a sol.
Don Urbano. ¿Has observado si hay comunicación entre la ventana del cuarto de Electra y la calle, por medio de cestilla o cuerda telefónica?
José. No he visto nada de eso. Pero yo, que los señores, pondría a la señorita en las habitaciones de allá. (Por la izquierda.)
Don Urbano. ¿Y alguno de esos mequetrefes suele colarse al jardín?
José. ¡No le daría mal estacazo!
Don Urbano. Bien: continúa vigilando. (Entra Cuesta por el foro.)
ESCENA VIII
Don Urbano; Cuesta con papeles y cartas.
Don Urbano. Leonardo, gracias a Dios.
Cuesta. Ya te dije que no vendría por la mañana. (A José dándole una carta.) Que certifiquen esto… Pronto. Luego llevaréis más cartas. (Vase José.)
Don Urbano (tomando un papel que le da Cuesta). ¿Qué es esto?
Cuesta. El resguardo de las cien mil y pico… Fírmame ahora un talón de sesenta y siete mil…
Don Urbano. Ya: para el envío a Roma.
Cuesta. ¿Y Evarista?
Don Urbano. Vistiéndose.
Cuesta. Ya sé que vais a la inauguración de La Esclavitud,50 y que lleváis a Electra.
Don Urbano. Por cierto que de esta niña no debemos esperar nada bueno. Cada día nos va manifestando nuevas extravagancias, nuevas ligerezas…
Cuesta (con viveza). Que no significan maldad.
Don Urbano. Lo son como síntoma, fíjate, como síntoma. Por esto Evarista, que es la misma previsión, ha pensado en someterla a un régimen sanitario en San José51 de la Penitencia.
Cuesta. Permíteme, querido Urbano, que disienta de vuestras opiniones. Dirás tú que quien me mete a mí…
Don Urbano. Al contrario… Como buen amigo de la casa, puedes darnos tu parecer, aconsejarnos…
Cuesta. Eso de arrastrar a la vida claustral a las jovencitas que no han demostrado una vocación decidida, es muy grave… Y no debéis extrañar que alguien se oponga…
Don Urbano. ¿Quién?
Cuesta. ¡Qué sé yo! Alguien. Hay en la vida de esa joven un factor desconocido… El mejor día… podrá suceder… no aseguro yo que suceda… el mejor día, cuando vosotros tiréis de la cuerda para encerrar a la niña contra su voluntad, saldrá una voz diciendo: «Alto, señores de Yuste, alto…»
Don Urbano. Y nosotros responderemos: «Bueno, señor incógnito factor… Ahí la tiene usted. Nos libra de una tutela enojosa, molestísima.»