Andrea Calo' - ¿Sientes Mi Corazón? стр 7.

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Gracias a mi padre aprendí a odiar al prójimo, cuando, en realidad, una niña debe hacer lo contrario, debe aprender a amar. Mi madre me consolaba, me decía que todo acabaría pronto y que no había nada que temer, pues mi padre solo estaba un poco cansado, porque había tenido un día difícil y una vida complicada; porque había tenido que soportar situaciones dolorosas, como cuando su comilitón y mejor amigo había muerto entre sus brazos, desmembrado por una de las decenas de miles de granadas que habían explotado durante la segunda guerra mundial, en la que mi padre había combatido.

Siempre me contaba esa historia, nunca se la ahorraba. Casi como queriendo justificar el comportamiento de ese hombre en el que ya no reconocía ninguno de los rasgos que, muchos años atrás, la habían atraído, haciéndola enamorarse de él, convenciéndola de que era la persona justa para ella y de que se casarían. Y yo, para complacerla, fingía escucharla por primera vez, permanecía acurrucada en mi cama, en silencio, y cuando mi madre terminaba el relato de esa noche, yo me acercaba a ella para abrazarla y para acariciar las marcas de los golpes, para comprender cuánto dolor le causaban. Ella, en cambio, interpretaba ese simple gesto de mi parte como un inmenso acto de amor que la recompensaba por todo, que la convencía de que, al final de cuentas, valía la pena seguir viviendo por alguien. Por mí.

Se disculpaba mientras abandonaba lentamente mi habitación; solo más tarde comprendí que, en realidad, se estaba disculpando por haberme traído al mundo. Los labios dibujaban en su rostro amoreteado una débil sonrisa que, para mí, resultaba alentadora porque aún no comprendía, al menos, no todo. ¡Pero sabía! Sabía que mi madre regresaba a la guarida del ogro. Escondía mi cabeza bajo las mantas, temblando. Veía un ogro hambriento con rasgos humanos, los de mi padre, que yo embrutecía aún más con el poder de mi fantasía infantil. El ogro se hacía un banquete con los restos de mi madre, haciendo jirones la carne con sus dientes puntiagudos. Eran imágenes tan reales que hasta me parecía sentir el olor de la sangre derramada en mi cama. El ogro me llamaba, me ordenaba entrar en su guarida y me ofrecía un pedazo del cuerpo de mi madre, la mano. Esa misma mano que unos minutos antes me había acariciado, ahora estaba allí, inanimada, delante de los potentes ojos de mi mente. Esa pesadilla me acompañaba, a menudo, durante toda la noche y todo el día posterior, a pesar de que las sombras y los espectros que habitaban el silencio hubieran dado lugar a la entrada de la luz del día. Era una tortura destinada a perdurar por toda mi vida.

Pero luego sucedió un hecho que logró destruir ese maléfico encantamiento. Todo desapareció el día en que, al regresar de la universidad, encontré a mi madre muerta en el baño. Estaba inmersa en un charco de sangre con las muñecas desgarradas por el frío perfil de una cuchilla de acero. El ogro había entrado en su cuerpo y, desde adentro, la había batallado, consumiéndola gota a gota. Lo que quedaba de la candela, casi disuelta, todavía no había dejado al descubierto completamente su mecha y la llama permanecía encendida, aunque tenue. Ella, una mujer pequeña y sencilla, despojada de su identidad, había encontrado el modo de vencer al ogro. Lo había hecho a su modo, justo ese día. Y fue su victoria más grande. Esa mañana, por primera vez, mi madre me entregó su manojo de llaves. Finalmente, había alcanzado mi meta, mi madurez, sentía que había conquistado su confianza, incluso sin ningún mérito en particular. Pero, a mis espaldas, también ella había alcanzado su objetivo.

Tenía veintidós años cuando comencé a cuidar del ogro, a satisfacer sus deseos, incluso el más cruel. Las manos, los pies, todo su cuerpo ahora estaba dedicado a mí, solo a mí. Me había quedado sola. Mi compañera de desventura me había abandonado, ya muy cansada para continuar a mi lado dentro de ese juego. Cansada de todo, cansada de la vida.

Pasaron tres largos años hasta que, finalmente, logré liberarme de él; años que me dejaron sin dignidad, desnuda como mujer y como ser humano. Busqué trabajo en el hospital como enfermera y, extrañamente, me aceptaron de inmediato. Esa fue mi primera salvación verdadera. Tiré los recuerdos de mi dura infancia en el contenedor de basura que estaba justo delante de mi casa y junté las pocas ropas que me quedaban en buen estado, esas que nunca había usado mientas él abusaba de mí, aquellas que no apestaban a su esperma, a su vómito impregnado de alcohol y a mi sangre. Encontré una casa en alquiler fuera de la ciudad, poco digna, pero en la que se podía vivir. Al fin de cuentas, ¿qué sabía yo de dignidad?

Pagué el anticipo con el poco dinero que había logrado reunir gracias a los pequeños trabajos que personas de buen corazón, que me conocían, habían querido asignarme. Conocían mi condición de huérfana de madre suicida y la mala situación en la que, seguramente, debía encontrarme a causa de un padre indigno, con el cual también ellos habían tenido que lidiar más de una vez. Había guardado celosamente ese dinero en una caja de metal escondida bajo una tabla del piso, a la espera del momento justo para poder utilizarlo. El ogro nunca me había permitido trabajar, no quería que yo ganara mi propio dinero, que me vuelva autónoma y, quizás, lo suficientemente fuerte como para encontrar el coraje de denunciarlo ante las autoridades. Afirmaba ser él mismo la autoridad, yo le pertenecía y así debería haber permanecido por el resto de mi vida o, al menos, hasta que él hubiera decidido echarme a patadas de su casa.

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