Stefano Vignaroli - Bajo El Emblema Del León стр 7.

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Mirando más allá de los muros septentrionales, Francesco María, por el momento, sólo podía observar aguas plácidas, consteladas aquí y allá por embarcaciones y baluartes montañosos cuyas cimas ya habían comenzado a cubrirse con las primeras nieves. Pero el enemigo podía aparecer de repente, de un momento al otro, y el Duca no estaba contento con que su mujer Eleonora y su séquito estuvieran allí. Sí, por un lado estaba contento al poder disfrutar de su compañía y de los encuentros amorosos como aquel recién concluido, pero por la otra temía por su incolumidad. Había pasado casi veinte años desde que se habían casado. En realidad eran sólo dos quinceañeros en el momento de la ceremonia, un matrimonio político que había reforzado la alianza entre las familias de Urbino y de Mantova, pero las ocasiones para estar juntos habían sido realmente pocas. Ella en Mantova, en la corte de los Gonzaga, y él en Le Marche combatiendo, combatiendo y combatiendo. El primer hijo, Guidobaldo, que ahora tenía nueve años, había llegado casi dos lustros después de la luna de miel, y aquellos últimos dos meses habían sido el primer período en el que Francesco Maria había podido gozar de su compañía. Desde que la familia se había reunido, se podía incluso pensar en tener otro hijo, quizás algunas niñas, para no quitarle nada a su primogénito Guidobaldo. Pero parecía que, a pesar de los frecuentes encuentros amorosos de los últimos tiempos, Eleonora no conseguía quedarse encinta. ¿Sería posible que fuese ya demasiado vieja para conseguirlo? ¡Para nada! A fin de cuentas tenía treinta y tres años, ya no era una muchachita pero estaba todavía en edad fértil. Con todo esto, el corazón le sugería, por un lado, tener a la esposa a su lado, para poder gozar de su amor y su presencia, por el otro, mandarla de nuevo a Mantova para protegerla de los horrores de una posible batalla contra los famosos lansquenetes. Además, en aquellos días había llegado la noticia de la muerte del Papa Adriano VI, que había sido sustituido inmediatamente en el solio pontificio por Giulio De Medici, con el nombre de Clemente VII. Realmente no era un acontecimiento inesperado. Francesco Maria lo había previsto y sus emisarios habían trabajado para estrechar pactos con los Medici, incluso antes de que hubiese sido elegido Papa. Pero lo que le preocupaba, y por lo cual no conseguía dormir por las noches, ni siquiera después de un satisfactorio encuentro con la bella Eleonora, era cómo reaccionaría Carlo V a la nueva situación. Se movería, claro que se movería en varios frentes, de manera oficial contra la Francia de Francesco I Valoise, contra su enemigo de siempre, de manera menos oficial haciendo que se esparciesen los lansquenetes por la Italia Septentrional con el fin de subyugar Milano y dirigirse a Firenze y Roma, para reunir todos los territorios italianos, además de los ya poseídos de Napoli, Sicilia y Sardegna, bajo la única corona imperial. No sería fácil impedir al ejército germánico, una vez allanado el camino por los lansquenetes, llegar a Roma, arrasarla a sangre y fuego y llegar, por fin, a la ciudad de Napoli, aliada de Carlo V. Sólo había que confiar en el valor y la audacia de Giovanni Ludovico De Medici. Y de su hombre, que estaba esperando ansioso día tras día, su fiel Marchese dellAlto Montefeltro. Lo que interrumpió el discurrir de los pensamientos de Francesco Maria, fue el avistamiento de la silueta de una enorme embarcación, una nave de tres palos con la bandera de la Reppublica Serenissima, que desde las aguas del lago reclamaba la apertura de la puerta de acceso a la dársena. Mientras los guardias, desde el paseo de ronda, llevaban a cabo la serie de complicadas maniobras que permitirían la apertura de la puerta, el Duca se percató de que, al lado del estandarte con el león de San Marco, extendido y con el clásico libro abierto entre sus garras, había otro más pequeño sobre el que resaltaba un león rampante coronado. Había sido gracias a los rayos de la luna que había conseguido distinguir los dibujos de las banderas a pesar de la oscuridad. Su corazón, por fin, se sentía aliviado. Aquella bandera era la señal que había convenido con sus hombres. Estaba llegando el Marchese Franciolino Franciolini, o mejor dicho, su más fiel comandante, Andrea Franciolini de Jesi. Realmente ansioso, se acabó de vestir y bajó rápidamente las escaleras para llegar hasta el amplio salón y disponerse a esperar con impaciencia. Terminadas las maniobras de atraque, quien descendía de las embarcaciones debía forzosamente entrar en aquella habitación. El Duca hizo llamar a algunos sirvientes que se aseguraron de preparar la mesa con el objetivo de acoger como se debía a los recién llegados. Aunque ya era tarde, después de un largo viaje, encontrar con que reponer fuerzas realmente era algo que cualquiera apreciaría.

Los primeros en desembarcar fueron los servidores, que se encargaron de amontonar sobre el muelle baúles y objetos personales de los nobles guerreros que habían acompañado durante la navegación. La servidumbre del castillo corrió afuera, ya fuese para transportar los bagajes de cada uno a las estancias que se les habían asignado, ya para conducir a los siervos recién desembarcados hacia las alas del castillo reservadas para ellos, con el fin de que pudiesen reponer fuerzas, reposar y, si querían, estar en compañía de alguna putilla. Inmediatamente, descendieron a tierra los marineros que enseguida fueron conducidos hacia las aberturas que daban acceso al centro habitado de Sirmione, por el lado meridional de los muros de la dársena. Éstos no veían la hora de llegar a los tugurios, para darse un festín, beber vino y seducir a alguna hermosa paisana. Las mujeres venecianas y lombardas, de hecho, eran famosas en toda la península por ser amantes apasionadas y siempre disponibles. Y además hablaban con aquella lengua cantarina que hubiera abierto el corazón incluso al más cascarrabias de los marineros. Y todo por un poco de dinero, mucho menos de lo que estaban acostumbrados a pagar por los favores sexuales de ciertas doncellas.

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