Juan Moisés De La Serna - Las Escuelas De La Sabiduría Ancestral стр 6.

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constantes inundaciones del terreno. Por suerte para todos, a pesar de empantanarse el suelo por más de una cuarta, no causaba mayores males, pues la riada era progresiva y sin fuerza. Aunque sí teníamos que estar durante algunas semanas, pisando aquel molesto lodazal, hasta que por fin la tierra absorbía toda aquella agua.

Aquello que para otros podría ser una gran molestia, nosotros lo considerábamos como un pequeño pago a cambio de la cantidad de nutrientes que traían esas aguas lo que nos proporcionaba posteriormente abundantes cosechas.

A pesar de lo cual se intentó en varias ocasiones acotar el paso de aquel caudal por entre las casas, para lo cual se invirtió mucho tiempo y esfuerzo tratando de proteger al pueblo mediante cercas y muros de piedras que se erigían férreamente para desviar el curso de las aguas.

Al principio los muros no eran lo suficientemente altos, por lo que rebasaban enseguida provocando el mismo efecto, luego se construyeron de una considerable altura, pero rápidamente fueron derribados al no conseguir aguantar toda la presión del agua que quedaba fuera.

Después de varios intentos fallidos, para cada uno de los cuales había que esperar a la época de las lluvias, el pueblo optó finalmente por no seguir luchando contra la naturaleza y realizar las edificaciones sobre pilares, algo que nadie recordaba haber visto antes en otro lugar.

Pero así es como nos acostumbramos a estar a cierta distancia del suelo, para lo que utilizábamos unos escalones con los que acceder a las viviendas.

Un invento que surgió de la terquedad de uno de los jóvenes, que harto de tener que mojarse para recoger el ganado que se desperdigaba cuando venían las lluvias, ya que el agua hacía flotar a las cabras por encima de las lindes de los corrales. Éste ideó subirlas a una superficie construida sobre palos, con lo que las tenía a todas juntas y además secas.

El invento fue tan bueno, que, para la estación de lluvias siguiente, todos habían hecho lo mismo, construir los corrales sobre pilares. Visto el éxito de aquello, el siguiente paso fue plantearnos cambiar el material de nuestras propias casas, hasta ese momento de adobe compacto extraído de la unión de las deposiciones de los animales con paja y tierra, para hacerlo de materiales más ligeros con los que poderse mantener sobre pilotes.

No sería por falta de inteligencia en aquel lugar, en donde se trataba de ir dando solución a los problemas que surgían poco a poco, buscando siempre el mejor beneficio para los aldeanos.

En un corto espacio de tiempo había aprendido tanto a valorar lo poco que me quedaba, convirtiéndose en una de mis prioridades el mantenerme vivo, algo de lo que no me había tenido que preocupar nunca, pues daba por hecho que, a la mañana siguiente, surgiría un nuevo día lleno de oportunidades que aprovechar.

A pesar de lo cual, nada me excusaba de cumplir con mi juramento, ese que me obligaba a anteponer mis creencias y principios incluso ante mi propia vida. Y es precisamente eso lo que me ocurrió un día de tormenta, en que continué caminando a pesar de que se había levantado un gran vendaval y con ello el aire se había llenado de partículas de polvo en suspensión que danzaban al son del viento, el cual caprichosamente descargaba su rabia en uno u otro sentido, sin orden ni concierto.

Una sufrida melodía, pues no sólo molestaba a la vista, ya que apenas sí se podía distinguir nada más allá de unos escasos metros por delante, sino que era dañino para la piel, pues era como mantenerse debajo de una cascada de arena que sin que te des cuenta, va poco a poco despellejándote, desprendiéndote trocitos como si fueses una monda de manzana, hasta que, sin darte cuenta, te podías encontrar con graves heridas e incluso llagas producidas en escasos minutos. Una breve experiencia que luego tenía difícil curación, ya que la piel raramente se recupera de un accidente como éste, y mientras lo hace es propensa a que se produzcan infecciones.

Precisamente, estaba intentando sortear una de estas tormentas que oscurecen el día, casi sin avisar, dejando a cualquier transeúnte expuesto a la intemperie, sin darle tiempo a buscar cobijo donde guarecerse hasta que pasase el temporal. Entonces fue cuando a lo lejos oí algo, al principio no pude distinguir si se trataba de algo más que del silbido ensordecedor del viento, pero al poco estaba más claro, sin duda se trataba de unos gritos humanos.

En ese momento recordé cómo otros antes que yo habían sufrido experiencias similares, en mitad de la tormenta, cuando se piensa que no hay nadie a su alrededor, empiezan a escuchar voces que le llaman, a veces son muy claras, y otras esquivas como el viento que las trae, pero estas cesan en breve.

En cambio, a medida que avanzaba entre aquella espesa cortina de arena, cada vez se va haciendo más y más claro aquel constante sonido, aunque había aprendido a no meterme en asuntos que no me concerniesen, ya que vería expuesta mi delicada posición, a pesar de ello no pude por más que atender aquella frágil y lastimosa llamada.

Aun sin saber cómo, traté de dirigirme hacia donde provenían aquellos gemidos, que a pesar de que no se viese demasiado, tenía claro que debía de estar próximo para poderlo oír con tanta claridad.

Andando con sumo cuidado, tanteando en la espesura, tal y como se hace cuando no se puede ver, conseguí encontrar algo que era áspero y duro, quizás una roca. Aquello era buena señal, pues significaba que lo que oía podía provenir de algún refugio próximo y por tanto era un lamento de desesperación por la continua tormenta sin fin.

Seguí palpando hacia un lado, procurando no tropezar, pues es sabido que dónde hay una roca, hay muchas más. Además, aquellas piedras me servían de barrera natural contra el viento que venía de frente, por lo que mi visión mejoró en sobremanera, apoyando mi espalda con las rocas, traté de adivinar de dónde provenía aquel sonido continuo.

Sin separar mi espalda de aquella sólida y hosca pared de arenisca prensada, seguí dirigiéndome hacia lo que parecía la entrada a una cueva, la cual no había podido advertir en la distancia, pues nada se veía, de hecho, no recordaba haber visto ninguna montaña, desde donde me encontraba, antes de que empezase la tormenta.

Por fin llegué al origen de aquel incesante griterío, en donde vi a un pequeño, que no tendría ni cumplido los ocho años, asustado, llorando a pulmón abierto, intentando que sus padres le sacasen de allí, pero ellos parecen ser que le habían abrazado con la esperanza que fuese más fuerte su cobijo que la tormenta, aun exponiéndose ellos mismos a perder la vida, como así había sucedido.

Una dramática imagen que no dejaba dudas de lo que debía de hacer a continuación. Cualquier prófugo perseguido por una sentencia de muerte, ante mi situación, habría tratado de poner su propia vida a salvo antes de exponerla por un desconocido, pero se trataba de un niño y eso cambiaba mucho la situación. Los padres entregaron sus vidas arropando al pequeño, pensando que eso le protegería, pero si nadie lo sacaba de allí su sacrificio sería en vano, pues las arenas terminarían de enterrar sus cuerpos ya casi consumidos por los abrasadores granos.

A él en cambio, le cogí entre los brazos y le saqué de aquel improvisado refugio que se había convertido en una trampa mortal, pues si no salía de allí pronto acabaría como sus progenitores. Como pude intenté tranquilizarlo, y tapándolo con parte de mi vestimenta lo llevé con prisas lejos de allí.

Aunque no sabía hacia dónde dirigirme, tenía claro que era demasiado arriesgado quedarnos cerca de aquellas montañas, pues a pesar de que frenaba el avance de las arenas, permitiendo cierto grado de visibilidad, hacía que ésta se acumulase con rapidez, y que cayese sobre quien allí se encontrase debajo, sepultándolo en vida.

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