¿Qué estás haciendo, de verdad? murmuró Slim. No hay nadie más ahí, ¿no?
Bajó los binoculares y sacó una cámara digital de su bolsillo. Tomo una foto del coche y otra de Ted. Durante cinco semanas seguidas Slim había hecho el mismo par de fotografías. Todavía tenía que decirle algo a Emma Douglas, la mujer de Ted, porque, aunque le estaba empezando a presionar para que le ofreciera resultados, aún no había nada que contar.
A veces deseaba que Ted dejara el libro, sacara una caña de pescar y acabara con esto.
Al principio Slim pensó que Ted leía, pero la forma en que gesticulaba con su mano libre ante el mar le dejó claro que, o bien estaba practicando un discurso, o bien estaba recitando unos versos. Slim no tenía ni idea de por qué o a quién.
Se movió a una zona de hierba, húmeda por la brisa marina, poniéndose más cómodo. No había mucho que hacer ahora aparte de comprobar lo que haría Ted después, para ver si hoy hacía lo mismo que los cuatro viernes anteriores: salir de la playa, quitarse la arena de la ropa y los zapatos, subirse a su automóvil y volver a su casa.
Es lo que acabó haciendo.
Slim lo siguió despreocupadamente, con una sensación de urgencia desaparecida a lo largo del último mes. Como las veces anteriores, Ted condujo los veinticinco kilómetros de vuelta a Carnwell, entró en su acceso al garaje y aparcó su vehículo. Con un periódico bajo un brazo y un portafolios en el otro, se dirigió a su confortable casa donde, a través de una ventana del comedor con las cortinas abiertas, Slim le vio besar a Emma en la mejilla. Mientras Emma volvía a la cocina a través de una puerta y Ted se sentaba en un sofá, Slim puso su coche en punto muerto, levantó el pie del freno y dejó que este descendiera por la colina. Tan pronto como estuvo a una distancia segura, encendió el motor y se alejó conduciendo.
Seguía sin tener nada de qué informar a Emma. Había algo seguro: no había ningún asunto extramarital, solo el extraño ritual junto al mar.
Tal vez Ted, banquero de inversión durante el día, era un seguidor oculto de Coleridge que se escapaba en secreto al salir del trabajo cada viernes, exactamente a las dos de la tarde, para arremeter contra el salvaje océano con relatos de albatros y costas gélidas.
Por supuesto, Emma sospechaba la existencia de una amante, como la mayoría de las esposas satisfechas después de salir de su zona de confort debido a un descubrimiento sorprendente.
Slim tenía un alquiler que pagar, una afición por el alcohol que atender y una curiosidad que alimentar.
Disfrutando de un gran vaso de tinto junto a un curry calentado en el microondas, revisó sus notas, buscando algo extraño. El libro, evidentemente, lo era. La raya del coche. El que Ted hubiera perfeccionado un ritual. Emma había dicho que Ted se había estado tomando medios días libres los viernes desde hacía tres meses, algo que solo había descubierto cuando tuvo que hacer una llamada urgente a la oficina.
Una llamada urgente.
Apuntó que tenía que preguntárselo, pero su importancia tenía que ser poca cuando el ritual de Ted había durado tanto tiempo.
Había algo más, algo evidente que no podía precisar lo suficiente. Le intrigaba, pero estaba fuera de su alcance.
Había otras variables que había descartado. El ritual había durado entre treinta minutos y una hora y quince minutos a lo largo de las cinco semanas que había contemplado Slim. Ted elegía el lugar de estacionamiento al azar. A veces dejaba el motor puesto y a veces no. Variaba sus rutas de aproximación y retorno cada vez, pero no de una forma que hiciera sospechar algo. Conducía tan lento que Slim podía haberlo seguido en bicicleta (al menos cuando era joven). Su desganada conducción parecía un tiempo para meditar, especialmente para un hombre como Ted, a quien Slim había visto durante otras vigilancias conduciendo como una flecha al trabajo cada día, dejando la casa en un momento en que no le quedaban ni cinco minutos que perder.
Fuera cual fuera la razón del extraño ritual de Ted a la orilla del mar, había dejado a Slim lleno de dudas, como un pez echado fuera del agua por una ola de una tormenta.
2
El domingo, Slim dio una vuelta por la playa de Ted. No tenía nombre según el antiguo mapa del catastro que había comprado en una tienda de segunda mano y era una cala estrecha, con acantilados que se levantaban en altos bloques de terreno a ambos lados, estrechando el mar de Irlanda como las manos de un gigante. Cuando la marea estaba alta, la playa era un semicírculo rocoso, pero al bajar se extendía un bonito espacio de arena de color marrón grisáceo delante de las olas.
Un puñado de personas paseando sus perros y una familia trepando por los charcos rocosos eran los únicos visitantes en un alegre día de octubre. Slim se acercó a la orilla (el mar mostraba ese día un oleaje tranquilo, más calmado que cualquier otra vez) y, mirando a la zona del acantilado del sur desde la que había vigilado a Ted, calculó la ubicación aproximada de su objetivo la última vez que lo había visto.
Solo un pedazo normal de arena. Estaba casi en el centro, con unas pocas rocas en lo alto de un lado, arena ondulada y más pilas de rocas en el otro. La arena mojada a sus pies absorbía sus zapatos. El agua era una línea gris delante de él.
Estaba dándose la vuelta para irse cuando le habló un hombre que paseaba a un perro. Un Jack Russell brincaba por la arena mientras el hombre, barbudo y calvo y envuelto en un grueso cortavientos de tweed, agitaba parte de la correa a su alrededor como si fuera el lazo de un niño.
Bonito, ¿verdad?
Slim asintió.
Si hiciera más calor, me apetecería bañarme.
El hombre se detuvo, ladeando la cabeza. Miró rápidamente a Slim de arriba abajo.
Usted no es de por aquí, ¿verdad?
Slim se encogió de hombros, algo que podía significar que sí o que no.
Vivo en Yatton, a unos pocos kilómetros al este de Carnwell. No, los tipos del interior no venimos mucho a la costa.
Conozco Yatton. Un mercado decente los sábados El hombre se giró para mirar el mar. Si usted está tan loco como para entrar en el agua, tenga cuidado con las resacas. Son mortales.
Dijo esto con tal certidumbre que causó un escalofrío de temor en la espalda de Slim.
Sin duda lo tendré dijo Slim. De todos modos, hace demasiado frío.
Siempre hace demasiado frío dijo el hombre. Si quiere un baño decente, vaya a Francia Luego, llevándose la mano a la ceja, añadió: Nos vemos.
Slim vio al hombre alejarse cruzando la playa, con el perro haciendo amplios círculos a su alrededor mientras chapoteaba en los pequeños charcos que había dejado la marea. El hombre, saltando de vez en cuando por encima de los charcos más profundos, continuó con sus movimientos de la correa, como si en ningún momento tratara de atar al perro. A medida que el paseante se alejaba, Slim tuvo una sensación creciente de soledad, como una ola extraña que apareciera para romper en torno a sus talones. Volvió a su coche al ir arreciando el viento. Mientras salía del estacionamiento de tierra hacia la carretera de la costa, advirtió algo tirado entre los arbustos en el mismo cruce.
Paró, salió y tiró del objeto para sacarlo de la maleza. Las zarzas que lo rodeaban arañaron una vieja superficie de madera, como rehusando que las abandonaran.