Nada es justo en todo esto y yo no tengo ganas de ponerme de parte de ninguno de los dos apretó los labios y respiró profundamente. Escucha, os aprecio a ambos y me hace daño veros así. Tampoco él está bien, te lo aseguro. Lo siento pero no puedo decirte otra cosa; habla con John.
¿Y cómo hago para hablarle si ni siquiera sé dónde encontrarlo?
Ethan no respondió enseguida: pareció medir las baldosas del suelo con pequeños pasos nerviosos, delante y atrás, las manos en los bolsillos, hasta que se paró de nuevo enfrente de ella mirándola directamente a los ojos.
John está en Los Ángeles.
¡Gracias Ethan!
¡Buena suerte!
***
La casa de los Wallace era una construcción de tres pisos de ladrillo rojo en la calle setenta y uno, cerca del cruce con la West End Avenue. Loreley no tenía ni que coger el coche para llegar allí porque estaba a poco más de doscientos metros de su propio edificio. Desde la oficina había ido a casa para refrescarse y cambiarse la camisa del traje chaqueta antes de ir a ver a los padres de su cliente.
La señora que le abrió la puerta la miró como si estuviese molesta y Loreley comprendió que el hijo no la había avisado de su llegada. Sólo después de haberse presentado y haberle explicado el motivo de su visita consiguió verla sonreír y entrar.
El salón en el que fue recibida tenía un mobiliario sobrio que parecía antiguo: ningún vestigio de extravagancia, ni siquiera en los colores de la tapicería o en cualquier objeto. Todo parecía en su lugar, en un orden casi maniático.
La dueña de la casa la hizo sentar en un sofá de terciopelo color crema, con una fila de cojines a juego apoyados en el respaldo.
¿Puedo invitarle a un té, miss Lehmann? le preguntó la señora mientras se quedaba en pie, la postura rígida.
Loreley la examinó: vestido negro, un poco más abajo de la rodilla, zapatos décolleté con tacón de altura media y cabellos lisos castaños recogidos en la nuca. No llevaba nada de maquillaje pero parecía preparada para salir. ¡Y deprisa! Lo confirmaban su manera de actuar impaciente.
No, gracias, señora Wallace, está bien así.
Escuchó abrirse la cerradura de la puerta de entrada y luego unos pasos. Poco después, un muchacho alto y delgado apareció en el umbral. Por su aspecto aparentaba unos treinta años y se parecía a la señora Wallace. No parecía, de hecho, el hermano de Peter, que debía semejarse al padre.
Se volvió hacia Loreley:
Buenos días, abogada Lehmann. Espero que no haya tenido que esperar demasiado. Le estrechó la mano.
Michael, ¿has hecho adrede lo de no decirme nada? se entrometió la madre ¿Qué me ocultas?
El muchacho alzó los ojos hacia arriba.
He estado ocupado y he olvidado avisarte. Ahora no comiences a ver intrigas por todas partes.
La madre lo fulminó con la mirada.
No creía que tuvieses que salir justo ahora.
La señora Wallace parecía poco convencida pero el hijo no se descompuso.
¡Perfecto! se volvió hacia Loreley. Un placer haber conocido a la abogada de mi hijo. Siento no haber ido al juicio pero no faltaré a la próxima audiencia. Ahora debo marcharme: como ha podido ver tengo un compromiso le dijo despidiéndose.
Loreley se volvió a sentar en el sofá mientras Michael cogió una silla tapizada y se sentó delante de ella.
Perdone. Mi madre tiene sus paranoias.
Hubiera preferido hablar también con la señora, me parece que ya se lo había dicho.
El muchacho cruzó los brazos sobre el pecho y las piernas.
Es mejor dejar a mi madre fuera de esta conversación.
Loreley frunció el ceño.
¿Y por qué razón?
Verá, ella es una mujer muy firme en sus convicciones y con un fuerte sentido de la moral, o de lo que entiende con esta palabra. Digamos, en fin, que es un poco quisquillosa. Para ella Peter es un vago, sólo capaz de crear problemas.
¿En serio?
Sí, todo depende de qué cosa espera una madre de su hijo: la mía siempre ha pretendido mucho. Pero debo admitir que, esta vez, el problema que ha creado Peter es realmente enorme, más grande que él y que nosotros.
¿Usted qué relación tiene con su hermano?
Bueno, cuando éramos pequeños Peter se comportaba conmigo como si yo fuese el que robaba la atención de mamá y por despecho me daba pellizcos, tanto que la ponía nerviosa con mi llanto; o a escondidas se bebía la leche de mi biberón que mamá me dejaba en la mano una vez que me había convertido en bastante grande como para sostenerlo yo solo. De vez en cuando, cuando era joven, rompía un objeto y me echaba la culpa, para conseguir que ella me riñese.
Todos esos son comportamientos que forman parte de un cuadro familiar común: el hermano mayor muy celoso del menor y atemorizado por el hecho de que los padres puedan querer más al pequeño que a él.
Sí, es verdad, pero a Peter estos comportamientos lo exasperaban. A pesar de los desprecios sufridos era mi ídolo. Intentaba imitarlo en todo: en el modo de vestirse, de peinarse, de relacionarse con las muchachas
Se paró como para reflexionar, luego movió la cabeza mientras sonreía.
Él sí que se lo sabían montar: tenía un modo de comportarse que iba más allá de la belleza exterior, ¡ya un punto por si misma! Pero intentar ser como mi hermano no funcionaba conmigo. Le envidiaba y con el tiempo incluso le he cogido rencor por esto. Como represalia hacia él intentaba ser el primero de clase en la escuela, venciendo de esta manera mi pereza a estudiar y descubriendo que conseguía fácilmente tener buenas notas, que hasta ese momento habían sido malas. Había alcanzado mi objetivo: mis padres me elogiaban a mí y le humillaban a él por sus notas mediocres. Es horrible, lo sé, y no estoy orgulloso de aquella época. Hacía tiempo que no pensaba en ello.
¡Qué suerte que era el hermano menor adorado! Durante la adolescencia el que era celoso, además de envidioso, parecía que había sido Michael, pensó Loreley colocándose mejor en los cojines. No sabía, sin embargo, a dónde quería ir a parar aquel muchacho.
¿Y su hermano cómo reaccionaba?
Peter en esos casos prefería no decir nada: era la única forma de respeto que tenía por nuestros padres. Aguantaba los sermones en silencio pero cuando volvíamos a estar solos, se enojaba: Mamá y papá no llegan a comprender que yo, a diferencia de ti, no me quiero marchitar entre los muros de una universidad decía. Si te apetece estudiar, hazlo: será bueno para ti. Yo quiero crear y vivir al aire libreEra el planteamiento que de vez en cuando repetía después de la habitual discusión sobre la escuela.
Así que no había comprendido que usted se esforzaba por tener buenas notas para vengarse de él.
No, no lo creo, nunca me ha dicho nada al respecto.
Peter no quería ir a la universidad: ¿qué hacía entonces?
Mi hermano poseía el estro de un artista y pintaba. Y no solamente sobre tela, también en la pavimentación de las calles y sobre los muros de los edificios. Es raro, sin embargo, que la pintura te dé para comer: mamá y papá no hacían otra cosa que repetírselo pero a él le daba lo mismo y nunca se esforzó por cambiar las cosas. Decía que, por una parte, le convenía: yo les servía para canalizar todas sus expectativas, de esta manera él podía escoger libremente su camino.
Si era verdad que de pequeño Peter sufría de unos celos insanos hacia su hermano menor, no estaba claro que los hubiese tenido también de mayor. Debía insistir sobre este punto. Por el momento de él sólo había comprendido que poseía un carácter en desacuerdo con la maldad y el instinto violento que haría falta para golpear hasta la muerte a una mujer.