Isabelle B. Tremblay - Las Quimeras De Emma стр 9.

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¿Siempre has vivido en Montreal?

No. Nací en un bonito pueblo de la región de Beauce, muy cerca de la frontera americana. Mi padre es americano.

¿A qué se dedican tus padres?

Mi padre trabaja en una pescadería. Mi madre nos abandonó cuando yo era pequeña. Ya no es parte de mi vida.

A Emma no le gustaba hablar de su familia. Habitualmente se limitaba a responder de forma breve a las preguntas que a menudo le hacían. Sin añadir detalles innecesarios. Desvió la conversación interesándose por Candice y sus orígenes.

Ésta no se había enterado de nada de lo bebida que estaba. Candice se puso entonces a explicarle que una leyenda urbana había aparecido acerca de su nacimiento. Ella jamás la había negado. Algunos habían exagerado la historia llegando a decir que tenía sangre real. Hasta decían que sus ancestros descendían directamente de una princesa, pero era todo falso. Candice venía de una familia humilde de un pueblo costero de Inglaterra. No había estudiado en Oxford, sino que había hecho cursos de comunicación por correspondencia. Candice había conocido a su marido, Nicolas Campeau, no en una recepción de la alta sociedad a la cual los dos estaban invitados, sino mientras servía bebidas en un bar dónde él había venido a celebrar la firma de un contrato importante con un cliente de la zona. Él la había seducido, le había prometido que no saldría de allí sin ella. Ella había terminado cediendo, sin saber que se trataba de un hombre de negocios influyente en su país de origen. Estaba muy contenta de abandonar su pueblucho dejado de la mano de Dios y de vivir por fin la vida que se había inventado. Candice se había marchado sin pensarlo y no se había imaginado que ese hombre sería aún su marido muchos años más tarde. Su monólogo se volvió rápidamente inconexo, por lo que Emma le propuso que se marcharan y volvieran al hotel.

CAPÍTULO 4 EL ASCENSOR

Candice andaba dando tumbos, sostenida por Emma que la ayudaba a avanzar. Se preguntó por un instante en qué berenjenal se había metido queriendo hacerse la bienhechora. No se había atrevido a mandar un mensaje a su mejor amiga para que viniera con ella al rescate. No quería que Charlotte viera el espectáculo desolador que le ofrecía su jefa. La joven le había confesado con anterioridad que tenía una cierta admiración por Candice, y no quería arruinar la imagen que debía tener de ella. Además, por el orgullo de Candice, sabía que era preferible que ninguna de sus empleadas pudiera verla en un estado tan lamentable.

Emma había llamado a un taxi para volver al hotel, aunque este estuviera cerca. Había tenido que soportar todas las etapas de embriaguez de Candice. Le había hablado, casi en estado depresivo, sobre sus hijos que habían ido por el mal camino. También le había hablado de su marido que la engañaba, sin ni siquiera esconderse, con mujeres más jóvenes que él, y que tenía una aventura amorosa con una de sus asistentas. Candice temía que terminara dejándola por esa puta, como ella la había llamado. Emma no se hubiese podido imaginar ni por un segundo que la noche se terminara así, haciendo de psicóloga improvisada para una rica mujer de negocios. Sentía simpatía por esta mujer que, detrás de un grueso caparazón, escondía una persona herida, lastimada y que tenía una vida complicada, a pesar de todo el dinero que poseía.

Candice se había mostrado tal y como era. Con toda su vulnerabilidad y sin sutilezas. Emma no podía hacer más que respetar esta osadía, animada por el alcohol. La embriaguez se había convertido en una muleta para Candice. Una forma como cualquier otra de escapar de la realidad que se volvía demasiado difícil. Bajo esa fachada fría y fuerte se escondía un alma herida. Una mujer con una sed irremediable por ser amada. ¿Y quién no necesitaba serlo? Emma la primera. No obstante, como esta mujer que llevaba una máscara para alejar a la gente, ella hacía todo lo posible para que las personas no se acercaran demasiado. Charlotte era una de las únicas que aceptaba en su pequeño círculo. No daba ninguna relación por sentado.

¿Cuál es el número de su habitación? preguntó Emma entrando en el ascensor.

Esto wait a minute. Its ho I think

Candice, apoyada sobre Emma, rebuscó en su bolso y sacó una tarjeta electrónica que le entregó. Emma vio que no estaba en el mismo piso que ella y marcó el número correcto que correspondía al piso de la habitación de Candice. Arrastró a Candice por el pasillo hasta el número 349 y metió la tarjeta en la cerradura. Cuando abrió la puerta, constató que el lugar se parecía más a una suite que a la habitación minúscula que ella y Charlotte compartían. Debería haber imaginado que, con sus medios económicos y su estatus, podía permitirse el lujo.

Ya ha llegado a su destino dijo Emma con voz suave, empujando a Candice dentro de la habitación.

Muchas gracias murmuró la mujer.

¿Estará bien?

La mujer le dedicó una sonrisa a Emma, y luego la tomó entre sus brazos y la presionó contra ella durante unos segundos antes de darle un beso en la mejilla y alejarse. Su aliento apestaba a alcohol, lo que hizo estremecer a Emma.

Todo OK, Emma acabó por responder mientras encontraba la dirección de la cama, impecablemente hecha, para tumbarse sobre ella, completamente vestida.

Emma se acercó para asegurarse por última vez de que la mujer estaba bien, pero ya estaba roncando. Tiró de uno de los edredones y lo puso sobre Candice, que entreabrió los ojos por unos segundos antes de volverlos a cerrar, con una sonrisa en los labios. Emma fue a dejar el bolso de Candice sobre una butaca situada en la esquina de la habitación. Se dirigió seguidamente hacia la salida y apagó la luz antes de marcharse de allí enseguida. Se apoyó contra la pared después de haber marcado el número de su piso. La puerta se cerró, y ella cerró los ojos hasta que el ascensor se paró para dejar entrar a Gabriel Jones. A pesar del cansancio visible en su rostro, le dirigió una calurosa sonrisa a Emma.

Las dos quebequesas, ¿verdad? dijo con una pequeña sonrisa que hizo que la joven se derritiera.

Emma asintió con la cabeza y le ofreció una sonrisa. Se acordaba de ella y hasta le había dirigido la palabra, a diferencia de lo que había pasado durante su breve encuentro de la mañana. Estaba emocionada.

¿Gran fiesta? preguntó ella tímidamente sin dejar de sonreírle.

Sí. ¿Quién lo hubiera dicho, que un seminario sería más agotador aún que hacer veinticuatro horas en urgencias? replicó él, con tono burlón.

¿Eres médico?

Él iba a responder cuando el ascensor hizo un ruido extraño y se paró de golpe en su descenso. Emma fue propulsada sin querer hacia Gabriel y lo empujó involuntariamente contra la pared a su izquierda. Farfulló unas disculpas, respirando de paso la fragancia fresca y viva que él desprendía, muy agradable a su olfato. Su olor le hizo recordar la imagen de un profesor de francés de secundaria que llevaba un perfume similar y del que había estado encaprichada un tiempo. Emma se separó rápidamente del hombre. Confundida.

¿Estás bien? preguntó él preocupado.

Sí, sorprendida, pero estoy bien. Creo que el ascensor nos ha abandonado , respondió Emma sonrojándose.

Gabriel cogió el teléfono rojo de emergencia y marcó el número de servicio para avisar de la avería. Intercambió algunas frases, y después colgó.

Creo que corremos el riesgo de pasar un rato largo juntos dijo antes de continuar, era alguien nuevo en la recepción y parecía completamente perdido. Va a llamar para tener una asistencia inmediata.

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