Porque soy un buen amigo. Como te veo pálida estos días Bien puedes creerlo, Santos, yo tengo mucha mejor idea de tu esplendidez que la mayoría del pueblo No conocéis bien a D. Santos, les digo muchas veces a los que sostienen que a tí te duele gastar el dinero. Si D. Santos no gasta, no obsequia a sus amigos, no es por avaricia, sino por indolencia, porque no se le presenta ocasión. El hombre es tímido de suyo y no es capaz de proponer banquetes ni giras; pero que otro le apunte la idea, y veréis con qué gusto la acepta
Gracias, gracias, Manuel Antoniomurmuro D. Santos con la risa del conejo.
Se le conocía el gran temor y molestia que le embargaban. Como muchos de los indianos, apesar de ser inmensamente rico, tenía fama de avariento, y no injustificada. Había llegado pocos años hacía de Cuba, donde cargando primero cajas de azúcar y luego vendiéndolas se enriqueció. Vino hecho un beduino, sin noticia alguna de lo que pasaba en el mundo, sin saber saludar, ni proferir correctamente una docena de palabras, ni andar siquiera como los demás hombres. Los treinta años que permaneció detrás de un mostrador le habían entumecido las piernas. Marchaba tambaleándose como un beodo. El color subido de sus mejillas era tan característico, que en Lancia, donde pocas personas se escapaban sin apodo, lo designaron al poco tiempo de llegar con el de Granate. Enmedio de su miseria le gustaba dar en rostro con las riquezas que poseía. Edificó una casa suntuosísima; trajo mármol de Carrara, decoradores de Barcelona, muebles de París, etc. Y, sin embargo, apesar de las sumas cuantiosas que en ella gastó, al saldar la cuenta del clavero ¡se empeñaba en que descontase del peso el papel y las cuerdas en que venían envueltas las puntas de París! Cuidadosamente había ido guardando en un rincón tales despojos con ese objeto. Así que terminó la casa, ocupó el piso principal y alquiló los otros dos. Y empezó su martirio, un martirio lento y terrible. Las criadas y los niños del segundo y tercero fueron sus sayones. Si sentía fregar los suelos del segundo, poníase de mal humor: la arena desgastaba el entarimado. Si veía rayado el estuco de la escalera por la mano bárbara de algún chiquillo, se le encendía la cólera y murmuraba palabras siniestras y amenazas de muerte. Si escuchaba cerrarse una puerta con violencia, aquel golpe repercutía dolorosamente en su corazón: las bisagras se desencajaban, todos los pestillos se echaban a perder. En fin, con tal sobresalto vivía, que le acometió una pasión de ánimo y comenzó a decaer visiblemente. Un su amigo tan miserable como él, pero más vividor, le aconsejó que dejase la casa y se trasladase a otra. Así lo hizo, tornando a la posada que le había albergado mientras construyó el palacio.
Pero faltaba a D. Santos el complemento obligado de todos los que se enriquecen cargando cajas de azúcar en América: le faltaba contraer matrimonio con una mujer de categoría, joven o vieja, fea o bonita. Ninguno de sus colegas aceptó jamás por esposa a una menestrala. Granate no podía ser menos que ellos. Al contrario, teniendo más dinero que ninguno, lo natural es que les aventajase en anhelos poderosos. Y fue a poner sus ojos redondos y encarnizados en la joven más linda, más rica y más encopetada de la ciudad: en Fernanda Estrada-Rosa nada menos. El suceso causó admiración y risa en el vecindario. Por muy alta idea que en Lancia tuviesen del poder del dinero, nadie imaginaba que fuese poderoso a realizar semejante empresa. ¡Casar a la joya de la provincia con este oso colorado! A la niña le produjo pasmo e indignación. Luego lo tomó a broma. Luego volvió a indignarse. Después tornó a reírse. Por fin se fue acostumbrando a que Granate la festejase y hasta encontró cierta satisfacción de amor propio en recibir sus agasajos y en darle toda clase de desprecios. Pero él no cejaba. Con la tenacidad del abejorro que se empeña en salir por un cristal y se estrella cien veces contra el obstáculo, las calabazas, los desdenes y hasta las burlas no le hacían retroceder más que momentáneamente. Al día siguiente volvía como si tal cosa a romperse la cabeza contra el desprecio de la orgullosa heredera. Pensaba sinceramente que el verdadero obstáculo para el logro de sus afanes estaba en el conde de Onís. Confesábase que Fernanda sentía algún interés por él, o mejor dicho por su título, y se propuso ir a Madrid y comprar a peso de oro otro para ponerse a la altura de su rival. Luego le dijeron que el Papa los daba más baratos y cambió de proyecto. Mientras tanto se vengaba odiando de muerte al gallardo conde, y burlándose, cuando la ocasión se presentaba, de su vetusto y deteriorado caserón. El conde poseía una gran riqueza en tierras, pero sus rentas no podían compararse a las del opulento Granate.
Y si no, ya veréis el día que se case, ¡qué cambio en la población!prosiguió Manuel Antonio.Tendremos banquetes a diario y bailes y giras campestres
¡Pero si a Fernanda no le gustan los bailes!exclamó Emilita Mateo, que bailaba con Paco Gómez y daba la espalda al grupo.
Yo no he hablado para nada de Fernanda, niñarepuso el marica en tono severo.
Pensé que, tratándose de matrimonio y de D. Santos, eso se sobrentendía.
Pues no sobrentiendas más y aplícate a bailar con Paco, porque, según mis cálculos, durará cinco minutos.
Paco Gómez era un joven flaco, flaquísimo, alto hasta tropezar en el dintel de las puertas, con una cabecita menuda como una patata, el rostro tan macilento que parecía, en efecto, caminar por el mundo con permiso del enterrador. Y con estas propiedades corporales el espíritu más humorístico de la población.
¡Ole mi niña!exclamó poniéndose en jarras frente al marica.Lo único por lo que siento morirme es por no ver más estos seres preciosos, encantadores.
Al mismo tiempo le cogió con dos dedos la barba.
Ya sabemos que Manuel Antonio no podía sufrir tales juegos de manos delante de gente.
Vamos, pajalarga, quietoexclamó poniéndose serio y rechazándole.
¿Que no eres precioso? Pero, hombre, ¡si eso salta a la vista! ¡Miren ustedes qué boca! ¡miren, por Dios, qué caída de ojos! ¡miren qué nacimiento de pelo!
Y quiso de nuevo tocarle la cara; pero Manuel Antonio lo rechazó con ímpetu dándole un fuerte empujón.
¡Caramba, qué severo está hoy Manuel Antonio!dijo el conde de Onís.
No importarepuso Paco Gómez dejando escapar un suspiro.Manos blancas no ofenden.
En aquel momento le tocaba hacer una figura del rigodón y se alejó con Emilita.
María Josefa, que bailaba más lejos, se acercó un instante con su pareja, que era un teniente del batallón de Pontevedra.
¡Vamos, D. Santos, no sea usted cruel! ¿Por qué no va usted a hacer compañía a Fernanda, que está allí sola?
En efecto, la amiguita de la rica heredera había hallado pareja para el baile. Fernanda se sentó y permanecía seria y pensativa.
Sí, sí; debes ir, Santosmanifestó Manuel Antonio.Repara que la chica ha dejado una silla vacía a su lado No puede insinuarse de modo más claro.
Al decir esto hizo un guiño al conde. Éste confirmó tales palabras.
Yo creo que es hasta un deber de cortesía
Granate le echó una mirada torva y preguntó sordamente:
Pues entonces, ¿por qué no va usted a sentarse a su lado?
Por la sencilla razón de que ya no tenemos nada que hablar Pero usted es otra cosa.
Entendido, señor conde No soy un niñomurmuró con mal humor.
Aunque no lo sea usted por la edaddijo Amalia interviniendo oportunamente para evitar rozamientos,lo es por la franqueza y espontaneidad de sus sentimientos, por la frescura de corazón que otros con menos años no tienen. Los niños aman con más sencillez y vehemencia que los hombres.