Antes de sentarse a la mesa llegaron los niños, un chico de nueve años y otra niña de seis. Como era domingo, después de misa la doncella los había llevado en coche al Retiro: allí se habían apeado, habían corrido por prescripción facultativa media hora (ni un minuto más ni un minuto menos) y los habían restituido a casa en perfecto estado de conservación. El criado comenzó a servir el almuerzo y la doncella se colocó detrás de los niños para su cuidado. Araceli no había podido lograr de sus padres que comiesen en mesa aparte según las pragmáticas de la buena sociedad.
La distinguida joven estaba de humor jovial aquella mañana. Había ido a misa de once a San José con mademoiselle (la cual también se sentaba a la mesa) y le había ocurrido una aventura verán ustedes qué aventura.
Pues señor, oí misa cerca del altar de la Virgen del Carmen, y al salir de la iglesia siento que me tocan en el hombro. ¿Quién me toca? me pregunto. Vuelvo la cabeza y me veo a la vizcondesa de Mazorca. ¡Pero vizcondesa! ¿es usted? Me informo de la salud del vizconde y de los niños y de buenas a primeras me dice con mucha gracia: «Araceli, por ser día señalado le regalo este bolsillito.» Miro el bolsillo y veo que es el mío, que había dejado olvidado sobre la silla. La vizcondesa había estado arrodillada cerca de mí sin que la viese y advirtiendo cuando me levanté que dejaba el bolsillo se apresuró a recogerlo. ¡Lo que pudimos reír! Al salir, en las escaleras de la iglesia tropezamos al marqués de Cabezón de la Sal, íntimo amigo del vizconde, y nos propuso dar una vuelta por la calle de Alcalá. Después quiso que entrásemos en el reservado del Suizo, pero yo tenía mucha prisa porque papá no retrasa por nada un minuto la hora del almuerzo y allá los dejé a la puerta.
Realmente aquella tierna escena era a propósito para regocijar a todo el mundo, pero si se ha de confesar lisamente la verdad a nadie regocijó más que a la gentil narradora. Su papá rumiaba tranquila y filosóficamente como un buey; su mamá, como siempre, se hallaba distraída, inquieta, en espera a cada instante de una desgracia; y en cuanto a Tristán es imposible que nadie pudiese mostrar en su rostro un gesto de displicencia y de tedio más señalado.
La doncella aprovechó una pausa para dar a su señora noticia de un encuentro agradable que habían tenido en el Retiro.
¿No sabe la señora a quién vimos en el paseo? Pues estábamos ya para venirnos cuando veo cruzar una mujer de mantón Aquella mujer parece Aurora, digo para mí Y así fue como lo pensé: la misma Aurora que había venido a Madrid a comprar zapatitos para los niños y se marchaba a su casa.
Aurora era una joven que había sido segunda doncella durante algunos años en casa de Escudero, se había casado con un tipógrafo y vivía en el Puente de Vallecas.
¡Ay, señora, qué cambiada está! No la conocería si la viese. ¡Qué delgada, qué descuidada, qué sucia! Vergüenza me dio siquiera que hubiera besado a los niños
Doña Eugenia dejó escapar un grito doloroso y se puso en pie de repente. Escudero, asustado del susto de su esposa, soltó el tenedor que cayó en el plato con estrépito; los niños chillaron, la doncella se puso pálida.
¡Cómo!profirió la señora con voz alterada. ¿No sabe usted que le tengo prohibido que nadie bese a los niños? ¡Y les besa una mujer que vive en uno de esos barrios sucios, llenos de miseria, y habita en una casa que será seguramente un foco de infección! ¡Ahora mismo a desinfectar a estos niños! ¡Ahora mismo, sin pérdida de tiempo!
Pero, mujerse atrevió a apuntar Escudero, recogiendo el tenedor y volviendo a engullir tranquilamente, no es tan seguro que la casa de Aurora sea un foco de infección, porque ella también tiene niños y es de suponer que los besará
Doña Eugenia no escuchaba nada.
¡Que los contagie ella si quiere! ¡Yo no quiero contagio! ¡yo no quiero que se mate a mis niños!
Y diciendo y haciendo los agarró con mano crispada del brazo, y bajándolos de la silla los arrastró hasta el lavabo del gabinete contiguo, y quieras que no les metió la cabeza en una disolución de sublimado y les restregó los labios y las mejillas casi hasta hacerles brotar la sangre. Los niños protestaban con altos gritos de aquel lavatorio intempestivo y cruel. La consternación se pintaba en el rostro de los espectadores, exceptuando el de Escudero que reaccionaba admirablemente ante los continuos sobresaltos que su espasmódica esposa le proporcionaba.
Todo quedó en calma al fin, pero la doncella delincuente se marchó llorando y vino otra a sustituirla. Sin embargo, al cabo de pocos minutos se presentó de nuevo con una carta urgente para el señor. Se puso éste con calma los anteojos, la leyó atentamente y luego sacudió la cabeza con tristeza.
¡Pobre Manuel!
Un antiguo agente de negocios, compañero suyo, había quedado arruinado tiempo hacía; venía viviendo en la mayor miseria y por fin le notificaba que el casero le había puesto los muebles en la calle y le pedía por el amor de Dios que le diese veinte duros.
¡No faltaba más! ¡Ya lo creo que se los daré!exclamó don Ramón, que era hombre caritativo, echando mano a la cartera.
Pero de pronto se detuvo, quedó un instante suspenso y por fin, levantándose, fue a su despacho. Miró su libro de gastos y vio que el día anterior había quedado agotada la consignación mensual de limosnas. Así que volvió diciendo con cara compungida:
Dile que no puede ser Lo siento mucho pero no puede ser.
¡Pero, papá!exclamó Araceli.
No puede ser, hija no puede serrepuso con impaciencia.
Escudero hacía cuantiosas limosnas, tenía destinada para ello una partida crecida de su presupuesto mensual, pero era un hombre tan formal y tan exacto que, una vez agotada ésta, por nada ni por nadie haría un adelanto sobre el presupuesto del mes siguiente. Fue necesario conformarse. Sin embargo, Tristán sacó disimuladamente del bolsillo un billete y haciendo seña a la doncella, se lo dio por debajo de la mesa.
Araceli seguía de humor placentero. La poética aventura con la vizcondesa había exaltado sus sentimientos de grandeza. Mecida con deleite sobre las nubes irisadas del cielo aristocrático, no daba paz a la lengua. Las costumbres excéntricas pero respetables de la marquesa de C.***, tía de su amiguita Enriqueta, la belleza de la condesa de B.***, los trajes de la duquesa H.***, los escándalos del barón de S.***, un verdadero loco, pero ¡tan fino! ¡tan distinguido! Siempre se acordaría de aquella tarde en que se sintió indispuesta en las carreras y el mismo barón fue por una taza de te y se la sirvió por su propia mano.
La misma sobrexcitación heráldica le impulsó a dirigirse a su primo en tono jovial.
¿Y qué tal, qué tal el marquesito del Lago? Dicen que es un cazador de primera fuerza.
Tristán se encogió de hombros con desdén.
No sé si es de primera o de última, pero no le oí hablar nunca de otra cosa.
Me ha dicho Visita que es un chico muy simpático.
Una pedrada en la cara no le hubiera hecho peor efecto a nuestro joven que aquella frase. Obscureciose su rostro y dijo con acento de concentrado desprecio:
¡El marquesito del Lago es un imbécil!
Para ti todos son imbécilesrepuso picada la prima. No asistiendo al Ateneo y no citando a los filósofos alemanes ya se sabe, un imbécil.
Lo digo y puedo probarlo. Ni aun sabiendo de antemano lo que iban a preguntarle en el examen y preparándole su ayo toda una noche, fue posible que aprobase el derecho romano.
¿Y para qué necesita saber derecho romano si es marqués?replicó con audacia irritante la joven.