¿Quién de vosotros es el pilluelo que secuestra mi perro todas las noches, vamos a ver?
Silencio sepulcral en la asamblea. El terror nos tiene clavados, rígidos, como si fuéramos de palo.
Otra vez sonó la trompeta del juicio final.
¿Quién es el secuestrador? ¿Quién es el bandido? ¿Quién es el miserable?
El ojo ardiente de Polifemo nos devoraba a uno en pos de otro. El Muley, que le acompañaba, nos miraba también con los suyos, leales, inocentes, y movía el rabo vertiginosamente en señal de inquietud.
Entonces Andresito, más pálido que la cera, adelantó un paso, y dijo:
No culpe a nadie, señor. Yo he sido.
¿Cómo?
Que he sido yorepitió el chico en voz más alta.
¡Hola! ¡Has sido tú!dijo el coronel sonriendo ferozmente. ¿Y tú no sabes a quién pertenece este perro?
Andresito permaneció mudo.
¿No sabes de quién es?volvió a preguntar a grandes gritos.
Sí, señor.
¿Cómo? Habla más alto.
Y se ponía la mano en la oreja para reforzar su pabellón.
Que sí señor.
¿De quién es, vamos a ver?
Del señor Polifemo.
Cerré los ojos. Creo que mis compañeros debieron hacer otro tanto. Cuando los abrí, pensé que Andresillo estaría ya borrado del libro de los vivos. No fué así, por fortuna. El coronel le miraba fijamente, con más curiosidad que cólera.
¿Y por qué te lo llevas?
Porque es mi amigo y me quieredijo el niño con voz firme.
El coronel volvió a mirarle fijamente.
Está biendijo al cabo. ¡Pues cuidado con que otra vez te lo lleves! Si lo haces, ten por seguro que te arranco las orejas.
Y giró majestuosamente sobre los talones. Pero antes de dar un paso, se llevó la mano al chaleco, sacó una moneda de medio duro, y dijo volviéndose:
Toma, guárdatelo para dulces. ¡Pero cuidado con que vuelvas a secuestrar el perro! ¡Cuidado!
Y se alejó. A los cuatro o cinco pasos ocurriósele volver la cabeza. Andresito había dejado caer la moneda al suelo, y sollozaba, tapándose la cara con las manos. El coronel se volvió rápidamente.
¿Estás llorando? ¿Por qué? No llores, hijo mío.
Porque le quiero mucho porque es el único que me quiere en el mundogimió Andrés.
¿Pues de quién eres hijo?preguntó el coronel sorprendido.
Soy de la Inclusa.
¿Cómo?gritó Polifemo.
Soy hospiciano.
Entonces vimos al coronel demudarse. Abalanzóse al niño, le separó las manos de la cara, le enjugó las lágrimas con su pañuelo, le abrazó, le besó, repitiendo con agitación:
¡Perdona, hijo mío, perdona! No hagas caso de lo que te he dicho Llévate el perro cuando se te antoje Tenlo contigo el tiempo que quieras, ¿sabes? Todo el tiempo que quieras
Y después que le hubo serenado con estas y otras razones, proferidas con un registro de voz que nosotros no sospechábamos en él, se fué de nuevo al paseo, volviéndose repetidas veces para gritarle:
Puedes llevártelo cuando quieras, ¿sabes, hijo mío? Cuando quieras
Dios me perdone; pero juraría haber visto una lágrima en el ojo sangriento de Polifemo.
Andresillo se alejaba corriendo, seguido de su amigo, que ladraba de gozo.
LOS PURITANOS
ERA un caballero fino, distinguido, de fisonomía ingenua y simpática. No tenía motivo para negarme a recibirle en mi habitación algunos días. El dueño de la fonda me lo presentó como un antiguo huésped a quien debía muchas atenciones. Si me negaba a compartir con él mi cuarto, se vería en la precisión de despedirle por tener toda la casa ocupada, lo cual sentía extremadamente.
Pues si no ha de estar en Madrid más que unos cuantos días, y no tiene horas extraordinarias de acostarse y levantarse, no hay inconveniente en que usted le ponga una cama en el gabinete Pero cuidado ¡sin ejemplar!
Descuide usted, señorito, no volveré a molestarle con estas embajadas. Lo hago únicamente porque D. Ramón no vaya a parar a otra casa. Crea usted que es una buena persona, un santo, y que no le incomodará poco ni mucho.
Y así fué la verdad. En los quince días que don Ramón estuvo en Madrid no tuve razón para arrepentirme de mi condescendencia. Era el fénix de los compañeros de cuarto. Si volvía a casa más tarde que yo, entraba y se acostaba con tal cautela, que nunca me despertó. Si se retiraba más temprano, me aguardaba leyendo para que pudiese acostarme sin temor de hacer ruido. Por las mañanas nunca se despertaba hasta que me oía toser o moverme en la cama. Vivía cerca de Valencia, en una casa de campo, y sólo venía a Madrid cuando algún asunto lo exigía: en esta ocasión era para gestionar el ascenso de un hijo, registrador de la propiedad. A pesar de que este hijo tenía la misma edad que yo, D. Ramón no pasaba de los cincuenta años, lo cual hacía presumir, como así era en efecto, que se había casado bastante joven.
Y no debía de ser feo, ni mucho menos, en aquella época. Aún ahora con su elevada estatura, la barba gris rizosa y bien cortada, los ojos animados y brillantes y el cutis sin arrugas, sería aceptado por muchas mujeres con preferencia a otros galanes sietemesinos.
Tenía, lo mismo que yo, la manía de cantar o canturriar al tiempo de lavarse. Pero observé al cabo de pocos días que, aunque tomaba y soltaba con indiferencia distintos trozos de ópera y zarzuela deshaciéndolos y pulverizándolos entre resoplidos y gruñidos, el pasaje que con más ardor acometía y más a menudo, era uno de Los Puritanos: me parece que pertenecía al aria de barítono en el primer acto. D. Ramón no sabía la letra sino a medias, pero lo cantaba con el mismo entusiasmo que si la supiera. Empezaba siempre:
Il sogno beato
de pace e contento
ti, ro, ri, ra, ri, ro,
ti, ro, ri, ra, ri, ro.
Necesitaba seguir tarareando hasta llegar a otros dos versos que decían:
La dolce memoria
de un tenero amore.
Sobre los cuales se apoyaba sin cesar hasta concluir el allegro.
¡Hola! D. Ramónle dije un día desde la cama, parece que le gusta a usted Los Puritanos.
Muchísimo: es una de las óperas que más me gustan. Daría cualquier cosa por conocer un instrumento para poder tocarla toda. ¡Qué dulzura hay en ella! ¡Qué inspiración! Estas son óperas y ésta es música. ¡Parece mentira que ustedes se entusiasmen con esa algarabía alemana que sólo sirve para hacer dormir! A mí me gustan con pasión todas las óperas de Bellini: El Pirata, Sonámbula, Norma; pero sobre todas ellas Los Puritanos Tengo además razones particulares para que me guste más que ninguna otraañadió bajando la voz.
¡Ole, ole, D. Ramón!exclamé incorporándome de un salto y poniéndome los calcetines: vengan esas razones.
Son tonterías de la juventud cuestión de amorescontestó ruborizándose un poco.
Pues cuente usted esas tonterías. Me muero por ellas. No lo puedo remediar, me gustan más esas cosas que la reforma de la ley Hipotecaria de que usted me habló ayer.
¡Al fin poeta!
No soy poeta, D. Ramón; soy crítico.
Pues me había dicho el amo que era usted poeta De todas maneras, se lo contaré ya que usted tiene curiosidad Verá usted cómo es una tontería que no merece la pena ¡Pero vístase usted, criatura, que se está helando!
El año de cincuenta y ocho vine a Madrid con una comisión del Ayuntamiento de Valencia para gestionar la rebaja de la cuota de consumos. Tenía yo entonces eso es, veintinueve años; y ya hacía siete cumplidos que estaba casado. Es una barbaridad casarse tan joven. Aunque no tengo motivo para arrepentirme, no aconsejaré a nadie que lo haga. Vine a parar a esta misma casa, esto es, a la misma posada; la casa estaba entonces situada en la calle del Barquillo. En aquella época, bueno será que le advierta que me complacía en andar muy lechuguino o sietemesino, como ustedes dicen ahora, cosa que tenía siempre escamada a mi pobre mujer. ¿Para qué te compones tanto, hombre de Dios? ¿Vas de conquista? ¡Quién sabe! contestaba riendo y dejándola un poco enojada. No es malo tener a las mujeres un si es no es celosas.