Guido Pagliarino - Las Investigaciones De Juan Marcos, Ciudadano Romano стр 4.

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Después de una noche de sueño agitado, al abrir el bazar Bernabé había comprado una sábana, un sudario y ungüentos sepulcrales y llegado a un acuerdo con un par de griegos, albañiles, canteros y sepultureros que tenían una tienda en esa misma zona. Había ido al puesto de policía con los dos sobre su carro, remolcado por una pareja de mulas, como había notado molesto el levita: las normas hebraicas de pureza prohibían cruzar diversas especies de animales y también valerse de sus híbridos, pero Bernabé no había tenido elección en esa ciudad en su mayor parte pagana. Los enterradores, expertos tanto en funerales gentiles como hebreos, habían cargado sobre su carro al interfecto para una sepultura judía. El levita había ordenado a los dos operarios que lavaran el cuerpo de su tío y lo ungieran con los aceites. Luego, después de haber elevado una oración, había ordenado envolver el cuerpo en la sábana. Con el carro, los tres vivos y el muerto habían llegado al cementerio, que se encontraba a media milla de Perga: se trataba de una cañada cubierta de rocas, prunos y arbustos que pasaba, a lo largo de un tercio de milla y con un centenar de codos de anchura, entre dos paredes rocosas salpicadas de pequeñas cavernas a diversas alturas. Las tumbas se habían creado añadiendo a la naturaleza el trabajo del hombre, aprovechando las grutas que aparecían al nivel del suelo. Después de que el levita, de pie junto al carro, hubo recitado las últimas oraciones para el difunto, los sepultureros habían llevado el cuerpo, con la sábana que lo envolvía, a una gruta todavía vacía donde lo habían depositado boca arriba. Luego habían cerrado el espacio con piedras recogidas en el lugar, a modo de ladrillos naturales, uniéndolas con cal. Habían dejado una apertura casi cuadrada a nivel de tierra de poco más de un codo y medio, desde la cual, arrastrándose, se habría podido acceder al interior. Luego habían excavado el terreno junto a la tumba, una guía de cinco codos de larga y cerca de un palmo de ancha, la habían recubierto con pequeños guijarros planos y habían colocado y hecho girar, para cerrar el acceso, una lápida cilíndrica, poco más estrecha que la guía y de un diámetro un poco mayor que la diagonal de apertura, rueda tumbal que habían tomado en la tienda de entre otras trabajadas previamente y donde, sobre lo que sería el lado externo, Bernabé había hecho esculpir el nombre de su tío, tanto en arameo como traducido al alfabeto griego.

El levita había dedicado los siete días siguientes a purificarse de la contaminación del cadáver, según la ley mosaica de pureza contenida en el libro de la Torá Bemidba: «El que toque a un muerto, cualquier cadáver humano, será impuro siete días. Se purificará con aquellas aguas los días tercero y séptimo, y quedará puro. Pero si no se ha purificado los días tercero y séptimo, no quedará puro».2

Completado el rito, al octavo día se había embarcado hacia Salamina con sus simientes. En casa había escrito y enviado una carta a la mujer y el hijo de Jonatán Pablo con noticias detalladas sobre la tragedia. No les había pedido que le pagaran, tras deducir el poquísimo dinero del difunto que se había guardado, los costes de la sepultura y la estancia forzosa en Perga por siete días más: a diferencia de su tío, Bernabé consideraba el dinero como un mero instrumento y no como una gratificación del Señor a los justos. Por otro lado, seguía los 10 mandamientos de Moisés, el precepto del diezmo al templo y las normas de pureza, pero, como muchos otros correligionarios, no descendía a menudencias intolerantes pese a que, según los puntillosos doctores de la Ley, todos de origen fariseo, solo podían considerarse justos quienes se esforzaran por respetar, como había hecho el padre de Marcos, todos los 613 preceptos de la Ley sin exclusión, entre los cuales se encontraban además obligaciones como aquella de recitar, cada vez que se retiraba al baño, esta oración de bendición: «Seas tú bendito, Señor nuestro rey del universo, que ha hecho al hombre con sabiduría y ha creado en él muchos orificios y agujeros. Está revelado y se conoce delante del Trono de tu Gloria que, si se abre alguno de estos o se cierra uno de aquellos, sería imposible vivir y permanecer delante de ti. Bendito seas Señor, que cuidas de todos los cuerpos y actúas magnificamente».3

Podemos entender cómo afectó la pérdida a la aflicción del joven Marcos y su madre. La viuda María, cuando finalmente se tranquilizó, vendió en nombre del hijo, único heredero de Jonatán Pablo, la tienda de telas, causa indirecta de la muerte del querido marido y padre, e invirtió lo ganado en una buena parcela de terreno junto a la que ya poseían: había razonado que, así, Marcos no tendría que hacer viajes largos y peligrosos para adquirir mercancías. Prohibió además a su hijo viajar a Perga a visitar la tumba paterna, porque «muertos en casa, basta con uno» y, más aún, ir a buscar a los asesinos, como este habría deseado:

—Una idea —le había reprendido con dureza—, completamente absurda, que solo se le podría ocurrir a un niño como tú.

Capítulo IV

Habían pasado dos años del homicidio y era el viernes 6 de abril de la semana de Pascua del año de Roma de 783.4 Hacía poco que se había puesto el sol y, con la primera oscuridad, se había iniciado el día pascual tanto para el pueblo como para la cerrada secta de los esenios, que calculaban la fecha de la Pascua siguiendo el calendario solar. Por el contrario, para las sectas de los saduceos y los fariseos el gran día solo sería el día siguiente, ya que establecían la ocasión según el calendario lunar, en el que por tanto el 6 de abril solo era el parasceve, es decir, el día de los preparativos.5

Un rabino originario de Nazaret de Galilea y doce seguidores se habían reunido en la primera planta de la casa amistosa de Marcos y su madre para celebrar la cena pascual en la ciudad santa de Jerusalén, como estaba prescrito para todos los hebreos hacer cuando fuera posible. El cordero tradicional de Pascua que sería consumido por los trece al terminar el solemne convite lo había comprado el discípulo del rabino y tesorero del grupo Judas Bar Simón, llamado el Iscariote,6 y presentado en el templo, donde había sido degollado ritualmente por un ministro del culto.

La viuda de Jonatán Pablo había conocido al maestro nazareno en la cercana Betania en casa de las amigas Marta y María y su hermano Lázaro y, fascinada por el carisma de ese hombre, se había convertido en su seguidora espiritual. Por simpatía, le había cedido su propio comedor para que pudiera celebrar con los suyos la cena pascual en la ciudad, a cubierto de ojos enemigos. Su vida estaba de hecho amenazada por los miembros del consejo supremo judío de Jerusalén, el sanedrín, en el que se sentaban sacerdotes, escribas y algunos ancianos de la comunidad, ricos potentados que conspiraban para arrestarlo cuanto antes y enviarlo al tribunal romano con una acusación susceptible de muerte, porque los había criticado e injuriado públicamente en la plaza delante del templo. Para esos poderosos no se trataba solo de venganza: le temían porque sus enseñanzas eran una amenaza continua para ellos. Enseñaba de hecho, sin ambages, que en ningún momento los jefes de la colectividad deben exigir ser alabados y servidos, sino que, por el contrario, deben estar a disposición del pueblo. Y afirmaba que el Eterno había establecido que la pureza o impureza de un ser humano no estaba en el cumplimiento o no de los preceptos formales de la Lay, ni en el encargo de sacrificios animales para la adoración,7 ni en las ofertas de primicias, ni en el desarrollo de los rituales inventados por los sacerdotes y doctores de la Ley para obtener prestigio y ganancias, sino en la elección entre amor y odio hacia el prójimo. Si estas enseñanzas habían alarmado bastante a los jefes de Israel, por el contrario, habían entusiasmado a muchos como la viuda María.

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