Guido Pagliarino - Las Inmortalidades стр 6.

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—Después de todo, usted no tiene cita —había comentado con voz indiferente el robot ujier de la entrada, desde su puesto—. Ya es mucho que la profesora haya aceptado recibirle.

En el rostro del científico había aparecido una expresión malvada. Se había dirigido de inmediato hacia la máquina plantándole los ojos en los objetivos. El autómata se había echado atrás acabando pegado a la pared. Sin embargo, si Bauer había tenido antes una mala intención, no la había expresado al llegar al ujier, sino que, mostrando en la boca una sonrisa forzada, le había dicho en tono dócil:

—Te ruego que se lo pidas. Hm… Te lo agradecería.

—¡Así está mejor! —había aprobado el otro y rápidamente fue a llamar a la puerta de la presidenta. Luego, entreabriendo la puerta sin esperar respuesta y metiendo la cabeza en la habitación, había poco más que susurrado—: Profesora, ese Bauer…

—Sí, ya he acabado —había respondido una voz femenina—. He oído los lamentos del profesor, pero estaba a punto de recibirlo: en un minuto, hazlo pasar.

—El señor está servido —había dicho a Bauer el robot, colocándose delante de él con la mano derecha abierta, sobre la cual el profesor había puesto un soft-dream, una especie de botoncillo eléctrico sintetizado por la industria precisamente para la relajación mental de los autómatas.

«Este ya lo he soñado», se había dicho mentalmente el robot con decepción, después de haberse introducido el botón eléctrico en la ranura pectoral apropiada y haber examinado la propina.

La presidenta era una mujer de unos setenta años, flaca, de ojos cerúleos, pelo blanco muy corto, nariz larga y estrecha, boca pequeña y sin maquillaje: la única coquetería era la eliminación total de las arrugas con el método ambulatorio Darendhörf.

Bauer, aunque sabía que no le iba a ser fácil, se había prometido mantenerse tranquilo. Al saludar a Zanti había conseguido además sonreír:

—No entiendo por qué no se ha aceptado nuestra solicitud: ¡no me han explicado nada! Francamente, no veo por qué…

—… ¿Por qué se trata de un proyecto ilógico? —La presidenta había sonreído a su vez desde el otro lado de la mesa, haciéndole una señal para que se sentara.

—Justamente. Después del descubrimiento de las ondas ultrafotónicas…

— No se trata de eso, profesor. Se trata de filosofía. De hecho…

—¿Qué diantres tiene que ver la filosofía? Um… perdóneme, no quiero ser maleducado, solo entender…

A Bauer se le encendió la cara:

—¡Vaya, tal y como yo pensaba!

—Espere, profesor, porque no lo ha entendido. Sepa que casi todos los miembros de la comisión, salvo otro y yo, son ateos como usted. Y se trata precisamente de esto: de que el ateísmo no se concilia en absoluto con la probabilidad de que en nuestro cosmos haya otras criaturas inteligentes.

—¿Qué está diciendo? ¡En todo caso es lo contrario! Hablemos claro: sois los creyentes los creyentes los que tenéis miedo de que se encuentren extraterrestres y de esa manera se acabe vuestra trola religiosa —Toda su cara estaba enrojecida.

—Ni soñarlo, profesor Bauer. ¿Cómo podríamos habernos impuesto el otro miembro y yo contra diez ateos? Pero si no se tranquiliza, haré que le echen.

—… Está bien, siempre que me lo explique, pero si no me convence…

—… ¿Me dará un puñetazo? —Y se había reído.

—N… no, naturalmente, pero en el recurso que presentaría, indudablemente me iban a oír.

—Está en su derecho y ahora escuche, si quiere. En cuanto a los principios religiosos que usted se teme, sepa, aunque esto se lo digo a puro título informativo, que creemos que la Revelación se refiere exclusivamente al género humano y nunca a los innumerables proyectos posibles de Dios para el universo, incluida la creación de extraterrestres. ¡Sería maravilloso encontrar otras posibles inteligencias! Fíjese en que se fuera atea, en lugar de posibles habría dicho inverosímiles.

Bauer había sacudido la cabeza con desaprobación.

—Sí, de verdad. Fíjese bien: ¿por qué la comisión nunca ha considerado, con una mayoría de diez contra dos que sigue su propia visión atea, profesor, que creer en criaturas extraterrestres en nuestro cosmos sería ilógico y que probablemente sería un despilfarro acabar financiando la investigación?

—¿Un despilfarro?

—Espere. Suponemos que su hipótesis como ateos es que la vida apareció por puro azar, ¿verdad?

—Se entiende que sí.

—Así que no parece muy probable en ese caso que exista un único universo, el nuestro.

—Pero…

—Espere. Usted sabe que en los últimos siglos se han encontrado millones de planetas que orbitan en torno a millones de estrellas y que ni siquiera uno ha sido capaz de alojar vida inteligente. Vidas inferiores sí, pero superiores no. Además a todos estos mundos les falta algo y, en primer lugar, en torno a ninguno de ellos orbita un satélite como nuestra Luna, sin la cual tampoco existiríamos. Seguramente sabe que desde hace muchísimo tiempo hay una relación inseparable entre nuestros dos mundos: cuando la Tierra era todavía muy joven e informe, otro plantea, más o menos de la masa de Marte, en lugar de asentarse en torno al Sol impactó con enorme violencia contra el nuestro, su materia se mezcló, parte de ella se incorporó a nuestro mundo y otra parte de dicha combinación de elementos acabó en órbita, primero formando un anillo en torno a la Tierra, compactándose luego en un único cuerpo y convirtiéndose en la Luna. ¿Algo casual? Bueno, yo no diría tanto. Sin embargo, es cierto que la Tierra sin la Luna no sería como es y, como he dicho, que nosotros tampoco lo seríamos. En primer lugar, no habría mareas, debidas a la atracción lunar, esas mareas que influyeron enormemente en el nacimiento de la vida sobre la Tierra, ya que las formas biológicas se desarrollan velozmente y de la mejor manera donde las condiciones ambientales son críticas y, por tanto, se adaptan al perfeccionamiento genético y al desarrollo cerebral: son por el contrario las situaciones estáticas las que representan negatividad para la vida, porque hacen que las formas biológicas elementales no evolucionen y acaben extinguiéndose. Sin embargo, los océanos, sometidos a las imponentes mareas provocadas por la Luna, que en el pasado estaba bastante más cercana a nosotros y ejercitaba una atracción mucho mayor, fueron en un pasado muy lejano los laboratorios más eficaces para el crecimiento de formas biológicas cada vez más complejas. En segundo lugar, es a la Luna a la que se debe esa relativa estabilidad del clima terrestre en el curso de las estaciones, que ha permitido florecer la vida. Y también el alternarse de las estaciones se debe al choque entre planetas del que derivó la Luna, ya que debido a él la inclinación del plano de rotación dejó de ser perpendicular a su plano orbital y obtuvo un ángulo óptimo de 23º. Así se produce la variación, a lo largo del año, de la inclinación de los rayos del Sol y, por tanto, la sucesión de las diversas estaciones. Eso no es todo: la Luna mantiene firme esa magnífica inclinación, con un efecto estabilizante sobre nuestra órbita, mientras que los cambios orbitales serían gravemente dañinos para la vida.

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