Giovanni Odino - Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín стр 9.

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Los depósitos para el fitofármaco ya estaban llenos. Edoardo cerró la puerta de la cabina, aumentó las revoluciones del motor para despegar y salió, descendiendo junto al flanco de la colina.

Carlotta sentía crecer dentro de ella la emoción por el encuentro. Decidió concentrarse en la cena, de la cual tenía bien presentes, en su cabeza, todos los pasos necesarios para su preparación. Encontró algunos productos en las tiendas cercanas, y después fue a una pequeña lechería no muy lejana para comprar requesón de leche de vaca, mascarpone y mantequilla. La calidad se beneficiaba de la bondad de la leche obtenida de pequeños ganaderos que usaban el heno de los prados de la región para alimentar sus propias vacas. El requesón de leche de cabra lo compró en otra lechería, asociada a una granja ovina, a unos veinte kilómetros en dirección de la Liguria.

Los dos requesones servirían para rellenar los tortelli, y la mantequilla, para cocinarlos, y el mascarpone lo usaría para preparar el postre. Valía la pena emplear el tiempo necesario para ir a comprar a esos productores: el resultado le devolvería con creces el esfuerzo.

Cuando volvía a casa se paró en otra pequeña tienda, de una pareja de agricultores, que se encontraba a algunos kilómetros de distancia en la carretera que iba a Montalto Pavese. La mujer tenía una pequeña granja avícola con gallinas, pavos, pollos y pintadas. Todos crecían libres y eran alimentados de manera tradicional. La agricultora recibió a Carlotta con la cortesía habitual.

—Señora Bianchi. Me alegro de volver a verla.

—¿Cómo está, Ángela? Parece que está en forma.

—¿Qué quiere? Una no para nunca de trabajar, y así se está haciendo ejercicio siempre. Luego, cuando me viene el dolor de espalda, entonces se puede ver a una pobre mujer jorobada deambulando por la granja.

—Pero ¿qué me dice, Ángela? ¿Qué toma cuando le duele la espalda?

—Los analgésicos típicos, pero me hacen poco efecto.

—Lo mejor es el reposo. Pero creo que esto ya lo sabe.

—Lo sé, lo sé. Es mi marido quien no lo sabe.

—¿No descansa?

—No, él descansa. No me deja descansar a mí. Se rieron las dos. Las críticas a los hombres siempre tienen un efecto beneficioso para las mujeres.

—¿Qué necesita? ¿Huevos o carne?

—Querría una buena pintada. Viva.

—¿Una pintada viva? Basta con que venga a buscarla cuando la vaya a cocinar y se la tengo preparada, matada y limpia.

—La quiero para mi corral. La dejaré libre en el jardín.

—Bah. Si le hace ilusión. Dígame cuál prefiere. Carlotta señaló a la elegida. Ángela la atrapó, le ató las patas, y se la dio a Carlotta, aconsejándole que llevara cuidado con el pico.

—Las pintadas son malas —dijo.

—Mejor —respondió Carlotta. Pagó y preparó el animal, cuidadosamente, en el maletero de su pequeño coche familiar.

Cuando volvió a su casa, se encontró a los Vanzi en el jardín. Habían preparado una pequeña pira de madera en el centro del prado.

—Buenos días, señora —dijo Bruno—. Hemos preparado la pira... como los demás años.

—Buenos días, Bruno. Gracias. Me parece perfecto. Veo que también habéis arreglado el prado. Se ven muy pocos signos del accidente.

—Creo que no necesita llamar a una empresa especializada. Se vertió muy poca gasolina, y el producto para las plantas es el mismo que se usa en las huertas con las plantas de tomate y de pimiento. Poco a poco el césped se recuperará por sí solo.

—Buenos días, señora —le dijo también Mariagrazia—. ¿Necesita ayuda para descargar el coche?

—No, gracias, lo puedo hacer sola. Lo que es más, podéis iros a casa. Y mañana no necesitaré que vengáis.

—¿Necesita ayuda para encender el fuego? ¿Quiere que venga esta noche?

—No, está bien así. Tengo ganas de estar sola, hoy y mañana. ¡Nos vemos pasado mañana!

El matrimonio Vanzi esbozó una sonrisa y se marchó. Sentían curiosidad por saber la razón de todo ese tiempo libre, pero no querían que se notara.

Hoy ya, dos mentiras; una con la pintada y ahora, con ellos. Tendría que conseguir hacer mis cosas sin necesitad de mentir.

Carlotta descargó el coche y llevó todo a la cocina, excepto la pintada, que dejó, con las patas atadas, en una caja sin tapa en el interior del maletero del coche. Metió el requesón, el mascarpone y la mantequilla en la nevera, y ordenó las demás cosas en el aparador.

Miró el reloj: era mediodía. Decidió relajarse escuchando música y siguiendo con las lecturas que había empezado la noche anterior. En el salón tenía un equipo de alta fidelidad de buena calidad y una discreta colección de discos. Puso en el plato a Harry Belafonte, encendió el tocadiscos y ajustó el volumen. Colocó en su lugar en la estantería el libro sobre los ritos de los Celtas, que había terminado, y se concentró en el libro de las religiones de las comunidades afroamericanas de las Antillas: un libro sobre el vudú.

Más o menos a las cuatro de la tarde, Carlotta fue a su habitación. Sacó del armario un vestido negro, largo y fino, que le llegaba a los tobillos. Al cogerlo, se acordó de cuando, para ir al teatro con su marido, se lo había puesto por la primera vez. El contacto con el tejido le recordó la emoción que había sentido durante la representación de la ópera de Wagner Las hadas.

Había conservado el vestido y, cuando se había mudado a la casa de campo, lo había puesto junto a las cosas que se iba a llevar. Le gustaba ponérselo de vez en cuando, en verano, pero no sabía bien por qué. Algunas mañanas lo encontraba arrugado, una señal evidente de un uso que ni siquiera recordaba.

Se quitó el vestido, los zapatos y la ropa íntima. Se puso el traje negro, mirándose en el espejo de cuerpo entero que estaba en la pared al lado del armario. Se quedó descalza. Volvió a la cocina, donde cogió, de un cajón, un cuchillo grande, y, después se dirigió al garaje. Abrió las puertas traseras de su Mini y cogió la pintada por las patas. Se dirigió a la veranda. Estaba convencida de que podía hacer algo para ayudar al destino, para hacer que ese interés, esa atracción, se convirtiera en una relación indisoluble. Desplazó la mesa del medio de la veranda y la pegó a la pared de la casa. Puso la pintada encima. El animal se agitó un poco, pero después se calmó, casi con resignación.

Carlotta había nacido el día del solsticio de verano. Quizá por esta razón siempre había sido sensible al aspecto mágico de la naturaleza. El hecho de que el helicóptero hubiese caído en su jardín justo ese día y que el piloto se hubiera sentido tan atraído por ella le parecía un evidente signo sobrenatural. También la fecha de nacimiento de él, el día del solsticio de invierno, la percibía como un elemento en una lógica de signos del destino. Esa mañana, se lo había preguntado al piloto con la intuición de que era una fecha importante que habría contribuido a aclarar ese sentido de inevitabilidad que ella sentía en las cosas que estaban ocurriendo. Y la respuesta había sido una confirmación de sus sensaciones.

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