Giovanni Odino - Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín стр 10.

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Se dejó envolver por un velo ligero y agradable de sensaciones mágicas, y se instaló en su «sueño de una noche de verano» personal, donde los confines entre la realidad y el sueño se disolvían y se confundían.

Cogió cuatro velas grandes, de esas amarillas con la cera en un tarro de base ancha y que se usan en el exterior para ahuyentar a los mosquitos. Encendió las mechas y las colocó en los cuatro lados de la veranda. Cogió las gafas de sol Ray-Ban, que estaban sobre la balaustrada. Eran del piloto; las había perdido durante el accidente. Carlotta las había encontrado en el jardín después de que se hubieran llevado el helicóptero, y las había conservado. Las puso en el suelo, en el centro del porche. Con la mano izquierda cogió el cuello de la pintada, sujetándola contra la mesa de madera, y con la derecha, con la que sujetaba el cuchillo igual que un verdugo que va a ejecutar a un condenado, dio un golpe seco para cortarle el cuello justo por encima de donde la sujetaba. Mantuvo el agarre y, mientras acababan los espasmos del cuerpo del animal, caminó con paso rápido alrededor de la veranda, dejando que la sangre cayera por todo el perímetro. Después volvió al centro del porche, se puso justo encima de las gafas, y dejó que la sangre cayera sobre ellas.

Carlotta se sentía invadida por una energía eufórica. Todo lo que hacía le venía de manera natural: estaba pidiendo a las fuerzas de vida, que ella sabía que existen, alrededor y dentro de nosotros, que la ayudaran, y sabía que sería escuchada. Esa especie de rito era el resultado del recuerdo de sus estudios y de las lecturas de la tarde y noche del día anterior. Dijo, a media voz, con tono monótono, mirando las gafas como si fueran los ojos de Edoardo:

—No verás a nadie más que a mí, no verás más que mis ojos, no verás más que a través de mis ojos. —Después quitó la mirada del suelo y la levantó hacia el cielo. En la misma posición, justo encima de las gafas, levantó el vestido hasta descubrir sus muslos, y separó las piernas—. Beberás solo de mí, comerás solo de mí, te saciarás solo conmigo.

Así terminó ese rito, mezcla de religión y paganismo, de superstición y de espiritualidad. Tiró la cabeza de la pintada al cubo de basura y fue al garaje, donde colgó el cuerpo del grifo del lavabo para que terminara de desangrarse. Cogió dos trapos, llenó un cubo de agua, y volvió a la veranda, de la que limpió cuidadosamente toda mancha de sangre sin dejar trazas. Apagó las velas, volvió a colocar la mesa en el centro y puso encima, también perfectamente limpias, las gafas.

Empezó a preparar la cena, empezando por el postre. Sacó el mascarpone de la nevera (doscientos gramos), lo colocó en el bol y lo trabajó con una cuchara de madera hasta conseguir una consistencia cremosa. Cogió dos vasos para postres y los llenó hasta la mitad con la crema del mascarpone. Abrió dos tarros de Mostaza de Voghera, la llamada «mostaza de fruta [04] y vertió el contenido sobre el mascarpone, dejando caer también parte del líquido dulce y al mismo tiempo picante. Introdujo el dedo en la fruta macerada y lo chupó.

Edoardo, quiero besarte con la boca embadurnada de esta mostaza y quiero que tu boca busque mi dulce y mi picante.

Abrió la nevera y metió los vasos con el postre.

Esto ya está listo, ahora preparamos el relleno de los «tortelloni».

Quería hacer el relleno según la histórica receta boloñesa, que incluía un poco de ajo. No le gustaba a todo el mundo, pero a ella le encantaba ese aroma, y estaba segura de que le gustaría también a Edoardo. Abrió los dos paquetes de requesón, un bote de leche de cabra y uno de leche de vaca, y cogió cien gramos de cada una. Trituró finamente media cabeza de ajo, y añadió un puñado de perejil. Mezcló todo en una tarrina, con treinta gramos de queso parmigiano reggiano rallado, una yema de huevo batido y una pizca de sal.

Mientras mezclaba el relleno, el recuerdo de ellos en la ducha había aumentado su deseo, ya estimulado por el líquido de la mostaza. Carlotta añadió un poco de su fluido íntimo, generado por el recuerdo del amor con Edoardo, al relleno de los tortelloni. Recordó todo lo que había dicho en la veranda.

Esto lo origina mi amor, lo encontrarás en tu comida y lo querrás siempre como tu alimento.

Metió el relleno en la nevera, dentro de un plato hondo cubierto por otro plato.

Cogió doscientos gramos de harina de grano blando de tipo «0» y los dispuso como un monte en el banco de madera que estaba sobre la mesa robusta que había querido tener en la cocina para poder trabajar sobre una base estable.

Hizo un agujero en el centro de la harina y rompió un huevo dentro, con mucho cuidado para que no cayera dentro ni un trocito de cáscara. Lo batió delicadamente con un tenedor, y después empezó a mezclarlo todo con cuidado, amalgamando la harina con los dedos y ensanchando poco a poco el cráter central. Carlotta no usaba la amasadora, le gustaba usar las manos. Podía reconocer la consistencia de la masa y saber cuándo la proporción entre la parte líquida y la harina era correcta. Tampoco usaba sal, según el estilo de la región de Emilia Romaña. Cuando el borde de la fuente [05] se redujo al mínimo posible para contener la parte más líquida en el interior, recogió, con el canto de la mano, la harina de los bordes externos y tapó el cráter. Trabajó la masa lejos de las corrientes de aire para que no se secara, unos cinco minutos más. Al final le dio la forma de un pan, que dejó reposar en una tarrina cubierta.

Fue a buscar la pintada al lavabo del garaje, donde la había dejado goteando sangre. Cuando volvió a la cocina la sumergió durante unos segundos en una cazuela llena de agua hirviendo para que fuera más fácil desplumarla, operación que le llevó unos veinte minutos.

Empuñó un cuchillo de lama fina y bien afilada e hizo un inciso en la parte baja del vientre para poder sacar las vísceras. Después quitó el cuello, las patas, la cola y la grasa alrededor de esta. Cortó las alas, los muslos y los contramuslos. Dividió en dos partes el pecho y el busto. Ahora tenía delante de sí los trozos de la pintada. Cogió una gran cacerola de acero de debajo del banco de cocina. Preparó una mezcla de ajo, romero y salvia e hizo un sofrito con una generosa dosis de aceite de oliva extra virgen del Golfo de Tigullio. Pasó los trozos de la pintada sobre la llama, para asegurarse de eliminar todos los restos de plumaje.

Volvió a abrir la nevera grande, y extrajo un buen trozo de la suave, dulce y deliciosa panceta del Oltrepò. La colocó con cuidado sobre la plataforma de la máquina de cortar a mano, sólidamente anclada al mueble bajo de la cocina, empuñó el mango y lo giró con decisión, provocando el movimiento alternado de la plataforma. Paró cuando tuvo una loncha para cada trozo de carne de la pintada.

Introdujo los trozos de carne, envueltos cuidadosamente en la panceta, en la cacerola donde se refreían las hierbas.

Añadió una loncha de más y una salchicha con especias desmigada.

Cogió un limón de Sorrento que un frutero de Casteggio tenía la costumbre de conseguir para ella y otros pocos clientes. Cortó algunos trozos de cáscara sin la parte blanca y los puso en la sartén. Después exprimió medio fruto y lo añadió al preparado. Dio la vuelta a los trozos de la pintada, con cuidado para no separarla de la panceta y, cuando estuvo todo bien dorado, lo cubrió hasta la mitad con vino blanco Riesling típico de la zona.

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