La exposición de Lucia estaba verdaderamente bien organizada hasta los más mínimos detalles, en un espacio abierto con paredes muy altas e inmaculadamente blancas. Nada que impida ir de una a otra foto, todas expuestas a la misma altura y con el mismo tamaño a lo largo de las tres paredes. Una sola mesa recibía a los visitantes con algo para beber y algún tentempié para tomar durante la visita. Todas las fotos estaban trabajadas en blanco y negro con algunos detalles en color y el hilo conductor era la presencia de corrientes de agua: recodos de ríos, fuentes de las que beben niños, detalles de diversas fuentes, un lago al atardecer el agua en todas sus dimensiones, terminando con una bellísima foto de un lavadero donde todavía las mujeres del pueblo van a lavar la ropa, mostrando todo el sabor de algo antiguo que se prolonga en el presente.
Incluso han hablado de su exposición en uno de los principales periódicos de París, dedicándole una buena reseña que ha llevado a muchos visitantes más después de su publicación. Por lo que parece, el nuevo hombre de Lucia es un pez gordo que le ha permitido prosperar de la manera apropiada y que se merece. Estoy muy contento por ella, mucho un poco menos por mí, que deberé volver a refugiarme en el envío de correos electrónicos y mensajes a distancia con una amiga que para mí es como una auténtica hermana, la que nunca he tenido.
Su casa está un poco alejada del restaurante, así que, al acabar la cena, la acompaño hasta su viejo portal. Ahora tendrá que vender la casa y así se está cerrando otra parte de mi pasado para hacer espacio a las novedades futuras. Siempre me produce un efecto extraño saber que alguien cambia de casa, igual que cuando veo tiendas que cierran, sobre todo los que forman parte de la historia de mi infancia. Criado siempre en el mismo barrio, ya casi conozco todas, o al menos todas aquellos que todavía no han desaparecido. El periodo infeliz un poco para todos ha llevado a decisiones radicales, tanto de los comerciantes más viejos, ya cansado de luchar con todos los cambios y la crisis laboral, como de las familias que buscan casas con mejores precios y se alejan del centro. Después de años siempre con las mismas personas alrededor, he visto estos cambios como un abandono. Empezando por mi madre, que decidió vender su casa en el centro para quedarse definitivamente en el pueblo, donde ha renacido al recuperar la posesión de sí misma y de lo que siempre ha querido hacer. Mientras vivió mi padre, trabajó en una oficina pública aquí en Roma, huyendo de la ciudad a cada pequeña ocasión hacia su amado pueblecito, donde se liberaba de todo el cansancio acumulado durante la semana. A mi madre nunca le ha gustado mucho la vida en la ciudad, se sentía un poco perdida aunque siempre se ocupó de todo como la perfecta ama de casa de un buen barrio. Una señora estupenda, siempre bien vestida y con un collar de perlas invariablemente en el cuello. Las mismas perlas que hoy sigue sin abandonar, aunque prefiera ropas más cómodas sin preocuparse por marcas o tejidos finos.
Bajo el gran portal de madera, saludo a mi querida amiga, con la promesa de volvernos a ver antes de que se vaya definitivamente. Espero a que entre y me dirijo a mi casa, lleno de miles de pensamientos y con el deseo de irme pronto a la cama y son tantas las ganas de que llegue a mañana siguiente que pongo la manecilla del despertador una hora antes y me escondo bajo el edredón.
En cuanto suena, me pongo en pie. Hoy quiero dar un paseo por Villa Borghese antes del habitual ritual matutino en el bar, así que me visto rápidamente y salgo raudo del edificio hacia el parque. La villa por la mañana es un encanto: pocas personas pasean por ella, sobre todo son ancianos que pasean por motivos de salud y debido a su insomnio aprovechan las primeras horas del día, cuando todo está todavía cerrado y no hay mucho que hacer en la ciudad. Veo en el teléfono un mensaje de Lucia, que me da las gracias por la cena y me dice que si su hijo es un varón le llamarán como yo. Así consigue robarme la primera sonrisa del día cuando ya estoy bajo los árboles y a su sombra. A esta hora también se pueden encontrar ardillas, grandes y regordetas únicas dueñas de la naturaleza que se expande bajo sus apagados saltos, casi sin preocuparse por tu presencia. Llego hasta el Pincio y allí se presenta la ciudad en toda su magnificencia. Monumentos, plazas, iglesias todos dormitando pacíficamente mientras los demás los miran y sin que el sol o la lluvia los muevan o cambien. Recojo una margarita que ha sobrevivido al frío y la llevo conmigo al bar. Hoy me siento distinto y quiero modificar el ritual de nuestros encuentros con un pequeño gesto, así que pongo la pequeña flor sobre la mesa donde dentro de poco ella se sentará para el desayuno, esperando que nadie llegue antes y pueda apropiarse así del detalle dedicado a ella. Voy rápidamente al mostrador y pido mi café habitual, invirtiendo el orden de llegada y también sin mirar a la entrada. Después de unos minutos la oigo llegar, reconozco su voz y también oigo que, al darse cuenta de que ya estoy ahí (es la primera vez desde que nos «conocemos», ya que llego cuando ya han terminado su desayuno), interrumpe por unos momentos la conversación, para continuarla mientras se acerca a la mesa. No tengo el valor para ver su cara cuando vea la flor y por otro lado no quiero tampoco que esté segura de que he sido yo la que la ha puesto en su sitio. Así que acabo el café más aprisa de lo habitual y al salir le lanzo una mirada que me responde rápidamente, pero esta vez ocultando la duda por esa florecilla que ahora tiene en la mano, como si esperara mi siguiente paso, que no llego a dar. Todo debe permanecer así y me alejo lo más rápido posible.
CAPÍTULO 4
RECUERDOS
Lo que de verdad necesito es una tarde toda para mí y en mi casa. Vuelvo después de hacer una pequeña compra y mi casa me acoge con el calor de los radiadores todavía encendidos. Me quito el abrigo y la bufanda, me quito los zapatos mientras me acerco a la cocina para meter en la nevera la leche que acabo de comprar. Sin ni siquiera encender las luces, voy al baño principal y abro el grifo del agua caliente de la bañera. No quiero ninguna otra cosa en este momento que no sea un baño caliente que aleje todo el malhumor, toda traza de cansancio que me ha dejado este día. Antes de entrar en la bañera, me sirvo una copa de vino espumoso, en su punto justo de frescor y lo apoyo sobre el lavabo mientras me desnudo antes de sumergirme en la espuma. Me suelto el pelo, tomo la copa en mi mano y entro en la bañera ya llena y tan caliente que me quema la piel en el primer momento. Para ser un baño perfecto solo faltan las velas encendidas y la música de fondo, pero por hoy está bien y, cerrando los ojos, con la cabeza apoyada en el borde empiezo a pensar en muchas cosas que ocurren en mi cabeza. Este año me gustaría hacer muchas de esas cosas que al final puedo hacer pocas veces o ninguna. Un viaje al extranjero, apuntarme a un gimnasio, tener tiempo para ir a la librería al menos una vez a la semana... y volver a correr a Villa Borghese, cuando todavía solo se oyen los pequeños pasos de las ardillas sobre la grava y la ciudad parece un lugar encantado y surreal, a años luz de las calles caóticas y llenas de automóviles.
Suenan las ocho en el reloj de la cocina y así, un poco a regañadientes, empiezo a quitarme la espuma de encima abriendo la ducha. La primera agua fría hace que me corra un escalofrío por la espalda para luego abrazarme con la nueva agua caliente que sale enseguida. Me quedaría así durante horas. Envuelta en mi blando albornoz, acabo la copa de vino y empiezo a ver qué hacer para cenar. Tomo unas sobras de la tarde anterior, que caliento al microondas y voy a comer al salón a ver una buena película, en esa habitación oscura que es toda para mí. Cuanto estoy sola siempre tengo pocas ganas de cocinar, así que me las arreglo con unas pocas cosas sencillas para no irme a dormir con el estómago vacío. Estoy tan cansada que no tengo tampoco ganas de prepárame la comida para mañana, así que escribo a mi colega para pedirle que vayamos a comer juntas. Fuera solo se oyen algunos automóviles de vez en cuando, la ciudad está descansando y recargándose para el nuevo día que va a llegar. Una atmósfera tan relajada que cuando suena el timbre del mensaje me sobresalto. El SMS es de Camilla, que acepta de inmediato mi propuesta para la comida y sugiere irnos pronto y hacer compras toda la tarde. Liquido la cuestión con un veloz «ok», ya hundida en el sofá y con la manta de lana sobre las piernas desnudas. Me despierta un disparo: son las dos de la madrugada, me debo haber dormido sobre el sofá y de inmediato me doy cuenta de que no recuerdo nada de la película que había decidido ver. En la televisión hay ahora una película policiaca y fuera está diluviando. Apago la televisión y me voy a la cama, pero ahora estoy desvelada y por tanto decido oír un poco de música para tratar de volver a dormirme. La primera canción que mi playlist es Adagio, de Lara Fabian. Cada vez que la oigo me palpita el corazón y recuerdo a mi abuelo y lo cercanos que estábamos. Mis padres murieron cuando era pequeña y por eso tuvo que cuidar de mí, algo que hizo hasta que una terrible enfermedad se lo llevó el año pasado, dejándome la casa donde vivo ahora y un gran vacío en el corazón. Se me viene de inmediato a la cabeza su casa de la montaña, aquí cerca de Roma, y los hermosísimos días de verano transcurridos juntos en el campo o cuidando de su pequeña huerta o los domingos invernales andando por el caminillo escuchando sus historias de la guerra y los tiempos pasados. Gran parte de los recuerdos de mi familia se los debo a él, porque recordaría muy poco de mi madre y mi padre si no fuera a través de lo que me contaba. Y así veo ante mis ojos la habitación oscura, llena de objetos recogidos con el paso de los años. La pequeña vitrina con las cerámicas propiedad de mi abuela, la foto de toda la familia sobre el aparador en el fondo del cuarto. Nosotros dos sentados en las mecedoras antiguas, con los cojines rojos y la suave alfombra en medio. La única luz venía de la chimenea encendida, entre los crujidos de la madera y el calor sobre las piernas que se iba apagando hasta llegar a la cara. Su voz aparece siempre en mis recuerdos, tan imponente y un poco ronca, que se pasaba horas contando anécdotas e historias en tono reposado y aterciopelado. Yo me perdía en sus palabras y vagaba por lugares lejanos y familiares, casi como hubiera vivido esas mismas aventuras que me sabía de memoria, pero que quería oír como si fuera la primera vez. Muchas veces era yo la que pedía esta o aquella historia, mientras que otras nos llegaban a través de los acontecimientos del día y nos traían a la memoria hechos pasados. Me gustaría recordarlo siempre así, olvidando los últimos meses pasados en el hospital, donde se había quedado indefenso como un niño, pero siempre fuerte y fiero luchando por su vida. Tampoco allí había perdido la voluntad de contar cosas y darme energías, hasta el día en que dormimos juntos en esa habitación fría donde ha sido ingresado desde hacía ya mucho tiempo: al principio de la tarde tenía ganas de hablar conmigo, de contarme cosas que quería que se grabaran en mi mente para siempre. A pesar del cansancio de un hombre ya viejo, estuvimos conversando toda la noche hasta muy tarde y esta vez conté mucho de mí y él me dio buenos consejos de alguien que había aprendido a vivir gracias a las muchas experiencias que nos indican el camino. Los ojos pesados por las medicinas, pero la sonrisa siempre presente en su rostro arrugado por la enfermedad. Una barba blanca bien cuidada y las manos grandes apoyadas sobre la sábana. Me quedé dormida en el sillón a su lado, pero él nunca volvió a abrir sus ojos desde aquella noche.