Rosette Rosette - La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos стр 6.

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¿Trabaja desde hace muchos años con el señor Mc Laine?

Se le iluminó el rostro, feliz de poder dar rienda a nuevas anécdotas.

Estoy aquí desde hace quince años. Llegué pocos meses después del accidente ocurrido al señor Mc Laine. Aquél en que... Bueno, usted ya sabe... Todos los domésticos anteriores fueron despedidos. Parece que el señor Mc Laine era un hombre muy risueño, lleno de ganas de vivir, siempre alegre. Ahora, lamentablemente, las cosas han cambiado.

¿Cómo ocurrió? Me refiero... al accidente. Es decir... perdone mi curiosidad, es imperdonable. Me mordí un labio, temerosa de ser malinterpretada. Ella sacudió la cabeza.

Es normal plantearse preguntas, forman parte de la naturaleza humana. Exactamente no sé qué sucedió. En el pueblo me han dicho que el señor Mc Laine debía casarse precisamente el día siguiente del accidente de coche, y obviamente ya no se hizo nada. Algunos dicen que estaba borracho, pero son voces carentes de fundamento, en mi opinión. Lo que se sabe de cierto es que terminó fuera de la carretera para evitar a un niño.

Mi curiosidad se reavivó, alimentada por sus palabras.

¿Niño? Había leído en Internet que el accidente se produjo de noche. Ella se encogió de hombros.

Sí, al parecer se trataba del hijo del abacero. Había escapado de casa porque se le había metido en la cabeza unirse a la compañía circense que estaba de gira por la zona.

Hurgué en esa noticia. Eso explicaba los bruscos cambios de humor del señor Mc Laine, su perenne descontento, su infelicidad. ¿Cómo no entenderlo? Su mundo se había desmoronado, hecho trizas, por efecto de un destino desafortunado. Un hombre joven, rico, bello, escritor de éxito, a punto de coronar su sueño de amor... Y en el lapso de pocos segundos perdió gran parte de lo que tenía. Yo nunca habría podido experimentar una desgracia similar, sólo podía imaginarla. No se puede perder lo que no se tiene. Mi única compañera de toda la vida era la nada.

Una rápida ojeada al reloj de pulsera me confirmó que ya era hora de partir. Mi primer día de trabajo. Mi corazón se aceleró, y en un destello de lucidez me pregunté de quién él dependía, si del nuevo trabajo o del misterioso dueño de aquella casa.

Subí las escaleras de dos en dos, con el temor irracional de llegar tarde. En el pasillo me crucé con Kyle, el enfermero «Manitas».

Buenos días. Desaceleré el paso, avergonzándome de mi prisa. Debí haberle parecido una persona insegura, o lo que es peor una exaltada.

Buenos días. Señorita Bruno, ¿verdad? ¿Puedo tutearle? En el fondo estamos en el mismo barco, a merced de un fatuo lunático. La gruesa y brutal rudeza de sus palabras me dejó pasmada. Lo sé, soy irrespetuoso con mi empleador, etcétera, etcétera. Pronto aprenderá a darme la razón. ¿Cómo te llamas?

Melisande.

Esbozó una inclinación torpe.

Encantado de conocerte, Melisande de los cabellos rojos. Tu nombre es realmente extraño, no es escocés... Aunque tú pareces más escocesa que yo.

Sonreí de pura cortesía, e intenté esquivarlo, aún angustiada por llegar tarde. Pero él me cerraba el paso, parado de piernas abiertas en el rellano. Fue la intervención a tiempo de una tercera persona que desenredó la madeja.

¡Señorita Bruno! ¡No soporto las tardanzas!

El grito provenía indudablemente de mi nuevo empleador, y me hizo poner los pelos de punta. Kyle se hizo a un lado inmediatamente, para permitirme pasar.

Suerte, Melisande de los cabellos rojos. La necesitarás.

Le lancé una mirada feroz, y corrí hacia la puerta del fondo del pasillo. Estaba entreabierta, y un anillo de humo salía de ella. Sebastián Mc Laine estaba sentado detrás del escritorio, como el día anterior, sujetaba un cigarro entre los dedos, su rostro era inflexible.

Cierre la puerta, por favor. Y luego venga a sentarse. Ya hemos perdido bastante tiempo, mientras usted fraternizaba con el resto del personal.

Su tono era áspero, insultante. Un sentido de rebelión me impulsó a responder: un cordero temerario frente a un cuchillo de carnicero.

Solo era una simple cortesía. ¿O quizá preferiría una secretaria maleducada? Si es así, puedo incluso largarme, enseguida.

Mi respuesta impulsiva le tomó de sorpresa. Su rostro se encendió de asombro, lo mismo que probablemente reflejaba yo. No había sido nunca tan audaz.

Y yo que ya la había etiquetado como un perro sin dientes... Me había apresurado demasiado... precipitado, realmente.

Me senté frente a él, con las piernas que se me quebraban, arrepentida por mi irreflexiva franqueza, y aterrorizada por las potenciales y explosivas consecuencias. Mi empleador no parecía ofendido, todo lo contrario, sonreía.

¿Cuál es su nombre de bautismo, señorita Bruno?

Melisande respondí automáticamente.

Por Debussy, supongo. ¿Sus padres eran amantes de la música?, ¿concertistas, quizás?

Mi Padre era minero confesé con renuencia.

Melisande... Un nombre rimbombante para la hija de un minero observó, con voz vibrante, de risa retenida.

Se estaba burlando de mí, y a pesar de mis propósitos del día anterior, no estaba segura de querer dejarle a sus anchas. O eso se convertiría en su actividad favorita. Enderecé los hombros, tratando de recuperar la compostura perdida.

Y Sebastián, ¿por qué? Por San Sebastián, ¿quizás? Realmente incongruente como opción.

Él cogió el golpe, frunciendo la nariz por un instante infinitesimal.

Envaina las garras, Melisande Bruno. No estoy en guerra contigo. Si lo estuviera, tú no tendrías esperanzas de ganar. Nunca. Ni siquiera en tus sueños más atrevidos.

No sueño nunca, señor respondí, lo más digna posible.

Él pareció impresionado por mi respuesta de sangrienta sinceridad.

Eres afortunada entonces. Los sueños son siempre una engañifa. Si son pesadillas, perturban tu sueño; si son sueños bonitos, el despertar será doblemente amargo. Es mejor no soñar, a fin de cuentas. Sus ojos no se separaron de los míos, esos ojos hechiceros. Eres un personaje interesante Melisande. Un clavo en el zapato, pero divertida

añadió en tono burlón.

Me alegro entonces de tener los requisitos necesarios para este trabajo comenté irónicamente.

Me hice daño en el labio inferior con los dientes, abatida de nuevo por el arrepentimiento. ¿Qué me estaba sucediendo? Nunca había reaccionado con esa deplorable impulsividad. Debía cortar con eso antes de perder totalmente el control.

Ahora sonreía de oreja a oreja, divertido más de lo que las palabras puedan expresar.

Los tienes realmente. Estoy seguro de que nos llevaremos bien. Una secretaria que no sabe soñar, como su jefe. Hay una afinidad electiva entre nosotros, Melisande. De almas, en un cierto sentido. Si no fuera porque uno de nosotros tiene más de una, y desde hace ya mucho tiempo... Antes de que pudiera encontrar sentido a sus palabras oscuras, se puso serio; tenía los ojos nuevamente impasibles, la expresión inescrutable, ausente, sin vida. Debes enviar el fax de los primeros capítulos del libro a mi editor. ¿Sabes cómo hacerlo?

Asentí, y una punzada me hizo darme cuenta de que extrañaba nuestro duelo verbal. Hubiera querido que fuera infinito. Había sacado de ese intercambio, cual manantial milagroso, una energía sin precedentes para mí, que me colmó de una vitalidad impresionante.

Las dos horas siguientes volaron. Envié varios faxes, abrí el correo, escribí las cartas de rechazo a diversas invitaciones y puse en orden el escritorio. Él, en silencio, escribía en la computadora, tenía el ceño fruncido, los labios apretados, sus manos blancas y elegantes volaban en el teclado. Cerca de la hora de almuerzo, con un gesto de la mano llamó mi atención.

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