El amor aquel en algunos de ellos tenía que haber pasado por fuerza, so pena de ser ridículo; los años y la grasa, y la terrible prosa de la existencia pobre y montaraz de allá arriba, habían quitado todo carácter de verosimilitud a cualquier tentativa de constancia amorosa; pero no importaba: Emma se complacía en ver a su lado a los que todavía recordaban con respeto y cariño el amor muerto, y consagraban al objeto de tal culto todos los obsequios compatibles con el natural huraño y brusco de la raza montés. Aquellos cortesanos del amor pretérito, tal vez al rendir sus homenajes, pensaban sobre todo en la munificencia actual de la heredera de D. Diego, única persona que aún tenía cuatro cuartos en toda la familia; pero ella, la caprichosa cónyuge del infeliz Bonifacio, no se detenía a escudriñar los recónditos motivos por que era acatada su indiscutible soberanía sobre los suyos. Es muy probable que ya ninguno de los parientes viese en su prima la belleza que, en efecto, había volado; pero algunos fingían, con mucha delicadeza en el disimulo, ocultar todavía una hoguera del corazón bajo las cenizas que el deber y las buenas costumbres echaban por encima. Emma gozaba también, sin darse cuenta clara de ello, creyéndolo vagamente; saboreaba aquel holocausto de amor problemático con la incertidumbre de una música lejana que ya suena, no se sabe si en la aprensión o en el oído. Lo que era un dogma familiar, que tenía su fórmula invariable, era esto: que por Emma no pasaban días, que lo del estómago no era nada, y que después de parir, de mala manera, estaba más fresca y lozana que nunca. Nadie creía tal cosa, porque saltaba a la vista que no era así; pero lo aseguraban todos. Los cortesanos de aquella sultana caprichosa y de carácter violento y variable, se vengaban de su humillación ineludible despreciando a Bonifacio Reyes sin ningún género de disimulo. Emma llegó a sentir por su esposo un afecto análogo en cierto modo al que hubiera podido inspirar al Emperador romano su caballo senador. Otro dogma de la familia, pero éste secreto, era que «la niña había labrado su desgracia uniéndose a aquel hombre». El primo Sebastián confesaba entre suspiros que el único acto de su vida de que estaba arrepentido (y era hombre que se había jugado la hijuela materna a una carta), se remontaba a la época de su pasión loca por Emma, pasión que le había hecho caer en la debilidad de consentir en dar todos los pasos necesarios para buscar, encontrar, emplear y casar al estúpido escribiente de D. Diego. Aquella debilidad, aquella ceguera de la pasión, no se la perdonaría nunca. Y suspiraba Sebastián, y suspiraban los demás parientes, y suspiraba Emma también a veces, gozando melancólicamente con aquella afectación de víctima resignada que sufre por toda una vida las consecuencias desastrosas de una locura juvenil.
-III-
El buen esposo durante mucho tiempo no paró mientes en tales injurias. En el fondo del alma, y a pesar de los elegantes trajes de paño inglés que se le había hecho vestir, continuaba considerándose el antiguo escribiente de D. Diego, a quien había pagado sus favores con la más negra ingratitud.
Todos los Valcárcel eran para él los señoritos. En vano, allá en los rápidos días, ya remotos, de aquella luna de miel que Emma había decretado que fuese tan breve, en vano la enamorada esposa le había exigido más dignidad y tesón en el trato con los primos y tíos; él, Bonifacio, no podía menos de estimarlos siempre muy superiores a él por la sangre, por los privilegios de raza en que confusamente creía. D. Juan Nepomuceno le aterraba con sus grandes patillas cenicientas, sus ojos fríos de color de chocolate claro y su doble papada afeitada con esmero cancilleresco; le aterraba sobre todo con sus cuentas embrolladas, que él miraba como la esencia de la sabiduría. Siempre que D. Juan daba noticia somera de las mermas de la hacienda a su aturdida sobrina, exigía que Bonifacio estuviese delante; era inútil que Emma y el mismo Reyes quisiesen excusar esta ceremonia.De ningún modogritaba el tío; quiero que lo presenciéis todo, para que el día de mañana no diga ese (Bonifacio) que os he arruinado por inepto o por otra cosa peor. El todo que había de presenciar por fuerza ese, no era nada; allí no se podía ver cosa clara, y aunque se pudiera, no la vería Reyes, que ni siquiera miraba. Si era una escena molesta, irritante para Emma la de asistir a las cuentas del tío, sin atender, sin sacar en limpio más que «aquello iba muy mal», para el marido era el tormento más insoportable. En vez de pensar en los números, pensaba en lo que le querrían decir aquellos ojos del administrador pariente. Le querían decir, en su opinión, «¿quién eres tú para pedirme cuentas, para fiscalizar mi administración? ¿Por qué estás tú metido en la familia, plebeyo miserable?». Sí, plebeyo, pensaba el infeliz; porque si bien sabía, con gran oscuridad en los pormenores, que sus ascendientes habían sido de buena familia, casi lo tenía olvidado, y comprendía que los demás, los Valcárcel especialmente, no querrían recordar, ni casi casi creer, semejante cosa.
Tan fuerte llegó a ser el disgusto que le causaban aquellas inútiles entrevistas, que, por primera vez en su vida, se decidió a cumplir en algo su propia voluntad, y se cuadró, como él dijo, y no quiso presenciar más la insoportable escena. Con gran extrañeza y mayor placer se vio victorioso en este punto sin gran resistencia por parte del tío. En cuanto a Emma, tampoco insistió mucho en contrariar el deseo de su esposo. Y fue porque se le ocurrió que detrás de la emancipación del otro vendría la suya. En efecto, a los tres meses de haber prescindido de la presencia de Bonifacio, Emma consiguió que se prescindiera también de la suya. Y el tío, sin que lo supiera nadie más que él y la sobrina, dejó de rendir cuentas de gastos y de ingresos a bicho viviente. Cada cual firmaba lo que tenía que firmar, sin leer un renglón ni una cifra, y no se hablaba del asunto.
Dos preocupaciones cayeron después sobre el ánimo encogido de Bonifacio: la una era una gran tristeza, la otra una molestia constante. Del mal parto de su mujer nacían ambas. La tristeza consistía en el desencanto de no tener un hijo; la molestia perpetua, invasora, dominante, provenía de los achaques de su mujer. Emma había perdido el estómago, y Bonifacio la tranquilidad, su musa. El carácter caprichoso, versátil de la hija de D. Diego, adquirió determinadas líneas, una fijeza de elementos que hasta entonces en vano se pretendía buscar en él; ya no fue mudable aquel ánimo, no iba y venía aquella voluntad avasalladora, pero insegura, de cien en cien propósitos. Emma, con una seriedad extraña en ella, se decidió a ser de por vida una mujer insoportable, el tormento de su marido. Si para el mundo entero fue en adelante seca, huraña, la flor de sus enojos la reservó para la intimidad de la alcoba. Molestaba a su esposo como quien cumple una sentencia de lo Alto. En aquella persecución incesante había algo del celo religioso. Todo lo que le sucedía a ella, aquel perder las carnes y la esbeltez, aquellas arrugas, aquel abultar de los pómulos que la horrorizaba haciéndola pensar en la calavera que llevaba debajo del pellejo pálido y empañado, aquel desgano tenaz, aquellos insomnios, aquellos mareos, aquellas irregularidades aterradoras de los fenómenos periódicos de su sexo, eran otros tantos crímenes que debían atormentar con feroces remordimientos la conciencia del mísero Bonifacio. «¿No lo comprendía él así?». No. Su imaginación no llegaba tan lejos como quería su mujer. Él no pasaba de confesar que había sido un ingrato para con D. Diego dejándose robar por su hija. De todo lo demás no tenía él la culpa, sino Emma o el diablo, que se complacía en que él no tuviese hijos, ni su mujer las necesarias condiciones para ser como todas las hembras. En cuanto se quedaban solos en la habitación de la enferma, ella cerraba la puerta con estrépito, y acto continuo se oía la voz chillona, estridente, que gastaba las pocas fuerzas de la anémica en una catilinaria de cuya elocuencia y facundia no era posible dudar. La disputa, si a estas verrinas se les podía dar tal nombre, solía comenzar por una consulta médica.