Armando Palacio Valdés - La Espuma стр 17.

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Fué un verdadero milagro. En vez de pasar la vida en su cuarto, no sabía salir del de su madrastra a quien llamaba mamá, con un gozo, con un fuego, con una pronunciación tan decidida, como sólo se observa en los devotos sinceros al dirigirse a la Virgen. Devoción podía llamarse también lo que Clementina sentía por la esposa de su padre. Asombrada de que en el mundo existiese un ser tan dulce, tan tierno, no se hartaba de mirarla como si acabase de bajar del cielo. Quería adivinarle los pensamientos en los ojos, quería adelantarse a sus menores deseos, quería que nadie la sirviese más que ella, quería, en fin, como todo enamorado, la posesión exclusiva del objeto de su amor. Una levísima señal de descontento de D.a Carmen bastaba para confundirla y sumirla en el más acerbo dolor. Aquella criatura tan altanera, que había llegado a hacerse odiosa a todos, se humillaba con placer intenso, a su madrastra. Era su humillación la del místico que se postra por una necesidad invencible del espíritu. Cuando sentía la mano de la señora acariciándole el rostro, pensaba sentir la de Dios mismo. Apenas se atrevía a rozar con sus labios aquellos dedos flacos y transparentes.

Sólo para su madrastra había cambiado tan radicalmente. Con los demás, incluso con su mismo padre, seguía mostrando la misma frialdad despreciativa, el mismo carácter obstinado y altivo. Si aparecía alguna vez más dulce y tratable, no había que achacarlo a su voluntad, sino al mandato expreso de D.a Carmen. En cuanto este mandato cesaba o se olvidaba, volvía a su primitivo ser malévolo. Los criados la aborrecían por el orgullo insufrible que comenzó a manifestar así que se dió cuenta de su estado de princesa heredera; por no encontrar tampoco en ella ninguna compasión para sus faltas. La que más padeció en su servicio fué la institutriz inglesa que su padre la había traído. Era ya entrada en años, pero tenía gusto en vestirse y aliñarse como una damisela. Esta inocente manía sirvió tantas veces de burla a la niña, que sólo la necesidad le pudo obligar a tolerarlo. ¡Pobre mujer! Todos sus secretos técnicos de tocador fueron entregados sin piedad a la befa de los criados. Sus imperfecciones físicas despertaban, contrahechas por la doncella de la señorita, algazara en la cocina. En cierta solemne ocasión, un día de banquete, Clementina le escondió la dentadura, que tenía sobre el tocador para limpiarla. Cualquiera puede figurarse la desazón que esto produjo a la vieja miss. La cual se vengaba cándidamente de ella llamándola señorita Capricho y poniéndole por temas, en los ejercicios de inglés y francés, algunas máximas y aforismos que le escociesen, verbigracia: "La soberbia es la lepra del alma. La niña soberbia es una leprosa de quien todos deben apartarse con horror". "Quien no respeta a los mayores nunca llegará a ser respetado", etcétera. Clementina se reía de estos desahogos. Alguna vez llegó su insolencia hasta cambiar la sentencia de la profesora por otra de su invención. Donde decía: "Nada hay tan feo y despreciable como una joven altanera", ponía la discípula: "Nada hay tan ridículo y digno de risa como una vieja presumida". Alborotábase la miss, daba parte a D.a Carmen, llamaba ésta a su hijastra, la reprendía dulcemente, y al verla triste y acongojada desarrugaba el ceño y la besaba cariñosamente. Y hasta otra. La verdad es que tenía razón miss Ana y los demás criados al decir que la señora era quien echaba a perder a la chica. D.a Carmen, viviendo en una espantosa soledad moral, estaba tan cautivada y agradecida al vivo cariño que a todas horas le demostraba su hijastra, que no tenía ojos para ver sus faltas, y si los tenía carecía de fuerzas para corregirlas.

A los diez y ocho años era Clementina una de las mujeres más bellas y uno de los mejores partidos de Madrid. El caudal de su padre había crecido como la espuma. Estaba considerado como uno de los banqueros importantes de la villa y no se le conocía otro heredero ni era ya de presumir que lo tuviese. Comenzaron los jóvenes de la aristocracia, de la sangre y el dinero, los socios más eminentes del Club de los Salvajes, a festejarla apremiándola con vivas declaraciones. Si iba a una tertulia, un grupo de muchachos la tenía constantemente amurallada; si a la iglesia, otro grupo mayor la esperaba en correcta formación a la salida; si al paseo de la Castellana, apuestos caballeros galopaban en las inmediaciones de su coche sirviéndola de escolta. En el teatro veinte pares de gemelos estaban sin cesar posados sobre ella. El nombre de Clementina Salabert salía en todas las conversaciones de la juventud elegante, se veía impreso en todas las crónicas de salones, sonaba en Madrid como el de una de las más brillantes estrellas del firmamento aristocrático. Tuvo buena porción de amoríos o noviazgos que no produjeron huella alguna en su corazón. Tomaba y dejaba los novios inconsideradamente, con lo cual adquirió fama de coqueta y casquivana. Pero esto no es obstáculo para que una muchacha encuentre adoradores. Al contrario, el amor propio de los hombres les incita a dedicar sus lisonjas a tal clase de mujeres, siempre con la esperanza vanidosa de ser el clavo que fije la rueda de la veleta. Tampoco fué serio inconveniente para ella cierto murmullo grosero y malicioso que se levantó y corrió por todo Madrid con motivo de la amistad original que entabló con un joven y célebre torero. La inocencia y debilidad de D.a Carmen tuvo buena parte en ello. No sólo consintió esta buena señora que el torero entrase en la casa y se sentase a su mesa, sino también que las acompañase en público en más de una ocasión. Con esto y con brindarle la muerte de algunos toros, la maledicencia, que anda suelta en la capital como en las provincias, tuvo suficiente pretexto para ensañarse ferozmente con la envidiada beldad. Mas como no pudo aportar otra cosa que sospechas atrevidas y vagas conjeturas, y como por otra parte existían dos datos positivos que las contrapesaban sobradamente, a saber, la hermosura y la riqueza excepcionales de la joven, la calumnia no produjo merma en los adoradores; sólo sirvió para que algún desengañado escupiese con más facilidad su bilis.

Clementina ofrecía en sus modales y discursos, en esta edad, y la ofreció siempre después, cierta tendencia al flamenquismo, o sea a las formas desenvueltas, a la serenidad burlona, al desgarro especial de las chulas de Madrid. Semejante tendencia se hallará más o menos exagerada en toda la alta sociedad madrileña. Es un signo que la caracteriza y la distingue de la de otros países. Hay en esta inclinación que se observa en Madrid, en el alcázar como en la zahurda, algo de bueno: no es todo malo. Por lo pronto significa una protesta contra esa continua mentira que el refinamiento y la complicación de las fórmulas sociales trae siempre consigo. Es loable la corrección en los modales y la medida en las palabras; pero exageradas producen la frialdad tediosa que nuestros diplomáticos observan en los salones extranjeros.

Clementina exageraba un poco su afición a las palabras y a los gestos flamencos. El gusto le había venido no se sabe cómo, por contagio tal vez de la atmósfera, dado que las señoras de su categoría no suelen alternar mucho tiempo con las chulas. Había tenido una doncellita nacida y criada en Maravillas. Esta fué en sus ratos de expansión quien le proporcionó mayor cantidad de vocablos y modismos. Luego su amistad con el torero que hemos mencionado; las relaciones que mantuvo después con algunos señoritos cultivadores del género; los teatros por horas, donde se copian, no sin gracia, las costumbres de la plebe madrileña; la amistad con Pepa Frías y otras aristocráticas manolas fueron iniciándola poco a poco y la introdujeron al cabo en pleno flamenquismo. Fué entusiasta admiradora de los toros. Por milagro dejaba de asistir a una corrida desde su palco, ataviada con la consabida mantilla blanca y los consabidos claveles rojos. Y discutía las suertes, y fulminaba censuras, y tributaba aplausos, y era tenida entre los aficionados por acérrima y fervorosa lagartijista. El espectáculo nacional, animado y sangriento, estaba muy conforme con su naturaleza violenta, indómita. Cuando veía a otras señoras taparse los ojos o hacer otros melindres ante las peripecias de la corrida, reía sardónicamente, como si dudase de la sinceridad de su espanto.

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