Конан-Дойль Артур - La guardia blanca стр 8.

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Por aquella parte del camino se cruzó el viajero con buen número de personas. Vió primero á dos frailes dominicos de negros hábitos, que pasaron sin mirarle siquiera, fija la vista en el suelo y murmurando sus oraciones. Siguióles un obeso franciscano, mofletudo y sonriente, que detuvo á Roger para preguntarle si no había por allí cierta venta famosa por sus tortas de anguilas; y como el joven le contestase que siempre había oído poner por las nubes los guisos de anguilas de Solent, el epicúreo padre tomó el camino de aquel pueblo relamiéndose de gusto. Poco después vió venir nuestro viajero á tres segadores que cantaban á voz en cuello, con acento y jerga tan diferentes de cuanto hasta entonces había oído en su convento, que más bien le parecieron hombres de otra raza expresándose en lenguaje bárbaro. Llevaba uno de ellos una garza que habían cogido en la ciénaga vecina y se la ofreció á Roger por dos cornados. Excusóse éste como pudo y se alegró de dejar atrás á los cantantes, cuyos enmarañados cabellos rojos, afiladas hoces y risa brutal los hacían nada gratos compañeros de viaje y menos para encontrados al caer la noche en campo raso.

Más peligroso que aquellos alegres campesinos demostró ser un macilento pordiosero que le salió al encuentro poco después, supliendo con una muleta la pierna que le faltaba. Aunque endeble y humilde al parecer, no bien hubo pasado Roger sin depositar en el grasiento sombrero la moneda que le pedía, oyó el grito de rabia del miserable y una blasfemia atroz, seguida de una pedrada que si hubiera acertado á nuestro héroe en la cabeza habría puesto probablemente fin á sus aventuras. Por suerte la piedra pasó rozándole una oreja y fue á dar violentamente contra un árbol cercano. Detrás de su tronco se guareció Roger de un salto y desde allí efectuó su retirada ocultándose entre la maleza, sin volver al sendero hasta que hubo puesto buen trecho entre su persona y el andrajoso energúmeno. Íbale pareciendo que en Inglaterra no había más protección de vidas y haciendas que la que cada cual pudiese proporcionarse con sus propios puños ó con la ligereza de sus piernas. ¿Dónde estaba la ley, aquella ley de que había oído hablar en el claustro, superior á prelados y barones y de la cual no veía indicio ni señal? Sin embargo, no debía de ocultarse el sol aquel día sin que Roger viese por sí mismo un ejemplo inolvidable de la ley durísima de aquella época y de la más pronta distribución de justicia que jamás presenciaron ojos humanos.

En el centro del valle había una hondonada por la que corrían las aguas de cristalino arroyuelo. Á la derecha del camino, en el punto donde cruzaba el arroyo, veíase un informe montón de piedras, acaso un antiguo túmulo, que desaparecía casi por completo bajo los brezos y helechos. Buscando estaba Roger el vado cuando vió venir por el lado opuesto á una pobre mujer cargada de años y achaques, que por dos veces trató inútilmente de poner el pie sobre una ancha piedra plana colocada en medio del arroyo. Roger la vió sentarse desalentada en el ribazo y cruzando el vado se le acercó y le ofreció ayudarla.

 Venid, buena mujer; el paso no es tan difícil como parece.

 No puedo, doncel; la edad ha nublado mis ojos y aunque sé que hay una piedra en el vado, no acierto á verla.

 Pues por eso no ha de quedar, dijo Roger; y tomando en brazos á la enjuta viejecilla la trasladó prontamente á la otra margen. Muy débil y anciana parecéis para viajar sola, continuó cuando la vió vacilar y caer de rodillas. ¿Venís de muy lejos?

 De Balsain, donde dejé mi arruinada casuca tres días há. Voy en busca de mi hijo, que es montero del rey en Corvalle y me ha ofrecido cuidar de mí estos últimos días de mi vida.

 Deber suyo es hacerlo, que vos cuidasteis de él en su niñez. Pero ¿habéis comido? ¿Lleváis provisiones?

 Tomé un bocado al rayar el día, en el ventorrillo de Dunán Pero allí dejé también la última moneda que me quedaba y por eso necesito llegar esta misma noche á Corvalle, donde nada me faltará. ¡Si vierais á mi hijo, tan arrogante, tan generoso! Olvido mis tribulaciones al figurármelo con su verde sayo de montero, bordadas sobre el pecho las armas del rey.

 Grande es la tirada de aquí á Corvalle, sobre todo para vos y ya casi de noche. Pero aquí tenéis un poco de pan y queso y también algunos sueldos para que con ellos completéis vuestra cena en el primer mesón. Á Dios quedad.

 Él os guarde, generoso mancebo, dijo la viejecilla alejándose y menudeando sus bendiciones.

Al volverse Roger para emprender la marcha descubrió lo que hasta entonces no había reparado; que su breve entrevista con la pobre mujer había tenido testigos. Eran éstos dos hombres, ocultos hasta entonces entre los brezos que cubrían el montón de piedras antes citado y que abandonando su escondrijo se dirigían hacia la hondonada. Uno de ellos, viejo de andrajosos vestidos, inculta barba y retorcida nariz, tenía más apariencias de bandido que de caminante; el otro era uno de los pocos negros que había en Inglaterra por aquella época, y Roger contempló asombrado los abultados labios y grandes y blancos dientes que hacían resaltar la negrura de la tez. Pero el aspecto de ambos desconocidos era tan sospechoso que Roger creyó prudente subir el ribazo y tomar el camino á buen paso, á fin de evitar su encuentro. No le siguieron los otros, pero antes de alejarse gran espacio oyó las voces de socorro que daba la vieja, detenida en medio del camino por ambos bribones, que la despojaban apresuradamente de las monedas que él le había dado, de su mantón de lana y de la cestilla que en la mano llevaba. Soltó Roger el zurrón y empuñando su herrado garrote volvió atrás, cruzó el arroyo de un salto y se dirigió á todo correr hacia el grupo que formaban los salteadores y su víctima.

Pero aquéllos no parecían dispuestos á ceder el campo, pues viéndole venir el negro, sacó un reluciente cuchillo y lo esperó á pie firme; el otro empuño su nudoso bastón y entre amenazas y maldiciones invitó á Roger á acercarse. Ningún peligro hubiera detenido en aquel momento al denodado joven, de ordinario tan comedido y pacífico, pero cuyo semblante indicaba que la indignación y la cólera lo cegaban, convirtiéndolo en temible adversario. Llegado frente al negro, le descargó tan furioso garrotazo que soltó el cuchillo y huyó lanzando gritos de dolor. Al verlo el viejo, se abalanzó sobre Roger y rodeándole fuertemente la cintura con ambos brazos, gritó al otro que apuñaleara á su enemigo por la espalda. Acercóse el negro, recogió su arma y Roger creyó llegada su última hora, si bien no dejó de hacer vigorosos esfuerzos para derribar á su adversario, cuya garganta apretaba con furia mientras forcejeaban ambos de uno á otro lado del camino. En aquel momento supremo se oyó claramente el galope de numerosos caballos sobre las piedras y casi al mismo tiempo una exclamación de terror del negro, que huyó á todo correr y no tardó en ocultarse entre la maleza. El otro bandido, cuyos ojos delataban el miedo que se había apoderado de él, hizo esfuerzos desesperados por rechazar á Roger, pero éste logró al fin derribarlo y sujetarlo firmemente, contando recibir pronto refuerzo.

Los jinetes llegaban á todo correr, precedidos por el que parecía ser jefe de la partida, que montaba un hermoso caballo negro y vestía fino sayo de vellorí, cruzado el pecho por ancha banda de rojo color recamada de oro y cubierta la cabeza con un birrete de blancas plumas. Seguíanle seis ballesteros, con jubones de paño buriel, cintos de baqueta, capacetes sin plumas y á la espalda ballesta y saetas. Bajaron la cuesta, cruzaron el vado y en pocos momentos llegaron al lugar de la lucha.

 ¡Aquí está uno de ellos! exclamó el jefe, echando pie á tierra y sacudiendo al bandido por el cuello. Á ver las cuerdas, Pedro, y que lo ates de pies y manos de manera que no vuelva á escurrirse. Le ha llegado la hora y ¡por San Jorge! que de esta vez las pagará todas juntas. ¿Quién sois, joven? preguntó á Roger.

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