Y mientras subia en el ascensor al piso dieciseis con la botella de licor entre el brazo y el costado, me secaba de la frente la nieve derretida, sabiendo ya como pasaria la velada. Quiza la causa de todo fuera la tormenta de la que acababa de salir, aquella nevada cegadora que habia devorado lo que quedaba de la jornada; o pudiera ser que yo, como todos mis hermanos de raciocinio, no fuera ajeno a los presentimientos agradables, pero tenia una cosa totalmente clara: si tenia que concluir aquel dia en casa y mi Rita no habia regresado aun, no telefonearia ni a Goga Chachua, ni a Slava Krutoiarski, sino que concluiria la velada de un modo especial, a solas, lejos de aquellos con quienes me reunia en las comisiones, en los seminarios, en las redacciones y en el restaurante del club, estaria solo con aquel a quien no conocian en ninguna parte.
Ahora, el y yo recogeriamos la mesa de la cocina, dispondriamos sobre manteles bordados las botellas y las fuentecillas de aluminio con mantequilla y carne en gelatina, traida del Hotel Progress, encenderiamos las luces de todo el piso, ?hagase la luz!, y traeriamos la lampara de pie del despacho, el y yo abririamos el unico cajon de la mesa que se cierra con llave, sacariamos la Carpeta Azul y, cuando llegara el momento, desatariamos las cintas verdes.
Mientras me sacudia la nieve de encima, mientras me quitaba el abrigo y me ponia un atuendo mas casero, mientras llevaba a cabo mi sencillo programa preliminar, pensaba constantemente que hacer con el telefono. De pronto, recorde que esta misma noche me podian llamar, peor aun, debian llamar muchos, incluso gente a quien necesitaba. Pero por otra parte, cuando media hora antes me disponia a pasar la velada en el club, no me habia acordado de aquello, y si lo hubiera hecho, no hubiera considerado necesarias aquellas llamadas. Inmerso en semejante combate interior, mi mano se movio y desconecto el telefono.
De repente, todo en casa se volvio comodo, acogedor y tranquilo, aunque al otro lado de la pared seguia sonando un piano aporreado por manos torpes, y del respiradero junto al techo llegaban los gemidos y borboteos de un bardo de grabadora.
Finalmente, llego el momento, pero no me apresure, permaneci unos instantes mas mirando la tormenta desencadenada que desde las tinieblas golpeaba los cristales de la ventana con un susurro seco. Y lamente que alli, en lo mio, no hubiera tormentas de nieve. A pesar de que alli ocurren muchas cosas. Sobre todo, de las que no suceden aqui.
Desate lentamente las cintas de la carpeta y levante la tapa. Por un instante pense con sentimiento y alegria que no me permitia aquello con frecuencia, y ese dia no me lo hubiera permitido a no ser... ?por que? ?La tormenta? ?Lionia Jerbo?
En la hoja titular no habia encabezamiento. Habia una cita:
En mi ciudad tengo diez mil seres humanos: tontos, entusiastas, fanaticos, desencantados, indiferentes, muchos funcionarios, lidercillos, burgueses bienpensantes, policias, chivatos. Ninos. Y me ha proporcionado un placer inenarrable dirigir sus destinos, hacer que chocaran entre si o con los siniestros milagros en los que he hecho que tomaran parte...
Hasta hace poco me parecia que los habia aniquilado. Cada cual habia recibido lo suyo, de cada cual dije lo que pensaba. Y seguramente fue ese determinismo lo que comenzo a ahogarme poco a poco, lo que genero dentro de mi insatisfaccion, junto con una inquietud asfixiante. Tenia necesidad de algo mas. Debia dibujar otro cuadro, el ultimo. Pero no sabia cual, y por momentos me consumia la angustia y el miedo al pensar que nunca lograria averiguarlo. Si, puede ser que nunca termine mi obra, pero meditare sobre ella hasta que caiga en el marasmo, y aun despues seguire meditando.
?Juras continuar pensando e inventando tu ciudad hasta que caigas en el marasmo total, y aun despues?
?Y que podia hacer? Si, por supuesto, lo juro, dije, y abri el manuscrito.
—?Lo ves? —dijo, con voz chillona—. Esa mocosa... ?Escoria! No respeta nada, cada palabra suya es una ofensa, como si yo no fuera su madre sino un trapo que sirve para limpiarse el fango de los zapatos. ?Me averguenza ante los vecinos! Canalla, miserable...
«Si —penso Viktor—, yo vivia con esta mujer, paseaba con ella por las montanas, le leia versos de Baudelaire, temblaba cuando tocaba su piel, recordaba su olor... Creo que hasta reni por ella. Incluso hoy no entiendo que pensaba ella cuando le leia a Baudelaire. Es simplemente asombroso que haya logrado escaparme de sus garras. No entiendo como me dejo ir. Seguramente yo tampoco era un regalo. Y ahora no lo soy, pero en aquella epoca yo bebia mas que ahora, y para colmo me consideraba un gran poeta.»